Thursday, May 07, 2009

La tan ansiada normalidad

Fueron 13 los días que México vivió en alerta debido al brote de un nuevo virus de la influenza. Entre el viernes 24 de abril y este miércoles 6 de mayo, el país entero suspendió o modificó sus actividades ante el temor de que una epidemia letal por A (H1N1) pudiera propagarse. Primero se detuvieron las clases en todos los niveles educativos; luego los actos públicos; por último, las tareas gubernamentales “no indispensables” y numerosas labores tanto industriales como de servicios.
La República se presentó frente a los ojos del planeta como el posible foco de una desconocida e implacable enfermedad. Apareció como uno de los temas principales en los portales de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de los diarios El País y The New York Times. Provocó evocaciones de la llamada gripe española de 1918-1919 lo mismo que de los casos recientes del Síndrome Agudo Respiratorio Severo (SARS) y de la gripe aviar en Asia. También, por presunta negligencia, despertó desconfianza de parte de los gobiernos de Francia, China, Cuba, Argentina.
Y en nuestro territorio, al ras de la gente, la nación fue escenario de variedad de fenómenos: desde el pánico y la paranoia de quienes veían en la influenza un signo del apocalipsis, hasta la incredulidad de quienes consideraban toda la situación una “cortina de humo” de la administración de Felipe Calderón para encubrir o justificar acciones contrarias al interés popular (intervenciones militares de Estados Unidos, préstamos del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, despidos).
Igualmente, hubo otros que, sin apreciar el fin de la humanidad ni un montaje oficial, se quedaron en la incertidumbre y anonadados por el exceso de información, así como algunos más que, en cambio, sólo se resignaron a ver momentáneamente trastocados sus hábitos: saludar con afecto a los demás, salir a la calle, ir a comer, al cine, al estadio, al bar.
Durante los días pasados la vida pública y privada resultó alterada. En mayor o menor medida, la influenza nos despojó de aquello que genéricamente denominamos “normalidad”, es decir, del conjunto de condiciones en el que llevamos a cabo nuestras actividades cotidianas sin sorpresas desagradables.
Por casi dos semanas, pues, aguardamos el retorno de cierto orden, el suficiente como para pensarnos fuera de riesgo epidemiológico y capaces de afrontar nuestros ya titánicos retos sin más dificultades, para poder regresar a clases o al trabajo, para acudir sin reservas a sitios concurridos o, simplemente, para olvidarnos con tranquilidad del uso del tapabocas. Pero en esa espera, asimismo, recordamos dolorosas inercias, situaciones que son reflejo del deterioro nacional y que, a fuerza de permanecer a través de los años, llegan a disfrazarse de “normales”.
Así sucede, por ejemplo, con la impotencia de nuestro sistema de salud para otorgar cobertura médica oportuna a toda la población o con las limitaciones de nuestro aparato científico-tecnológico producto de décadas de escasa inversión. Y así también con la desconfianza de los mexicanos hacia autoridades e instituciones, una actitud constructiva cuando se traduce en cuestionamientos, críticas y propuestas a la gestión del Estado, pero preocupante por cuanto se deriva de años de malas administraciones y del nulo interés de los políticos por la ciudadanía.
Por eso, ahora que poco a poco empiezan a reactivarse las actividades, debemos primero evaluar todo este episodio y asumir las lecciones que de él se desprenden.
Quedan numerosas interrogantes: ¿actuaron a tiempo los gobiernos federal y locales? ¿Tuvieron indicios para haber reaccionado antes? ¿Era el virus tan mortífero como para tal emergencia o ésta se sobredimensionó? ¿Por qué han muerto al menos 42 personas aquí, sólo dos en Estados Unidos y ninguna en el resto del mundo? ¿Habremos aprendido qué requerimos como país para saber enfrentar alertas sanitarias? ¿Seremos tan maduros para no bajar los brazos ante un hipotético nuevo brote, como ha instado la OMS? ¿Cómo haremos para recuperarnos del golpe económico interno y externo? ¿Cumplimos los medios con el servicio informativo u optamos por el amarillismo?
En segundo término, aun con el gusto de retomar nuestras labores cotidianas, valdría la pena que nos preguntáramos a qué estado de cosas queremos arribar.
A la luz de las lecciones de esta coyuntura y de las inercias que venimos arrastrando, cabría reparar en el absurdo de salir de un periodo en el que convergieron algunas de las más dramáticas adversidades —crisis, narcotráfico, una epidemia e incluso un temblor— para seguir en las mismas y postergando las soluciones de fondo a nuestros problemas: una economía que no genera empleos y que agrava la desigualdad, sistemas educativos y de salud atrasados, conocimiento científico desperdiciado, una clase política insensible y una ciudadanía inactiva. Así, según veo, lo peor que podríamos hacer sería regresar a la normalidad que veníamos viviendo.


Nota: Este texto aparece hoy en e-joven.

2 comments:

Root said...

Ni modo señor P., la cosa sí dio para un recuento más.

Buen texto, lqm!

Saludos y abrazos.

Ruth

Necio Hutopo said...

herm... Qué he de decirle Don Mau, me parece cuando menos un texto demasiado poco analizado... No me malinterprete, bien escrito está y mucho, pero por no analizar se ha olvidado, incluso, de analizar su anterior recuento.

habla usted de los 42 muertos, sería importante contrastar la cifra con las que se fueron manejando a lo largo de la emergencia... En su pero momento se habló de hasta 185 muertos, qué pasó? En todo momento se habló de pruebas fehacientes que permitían detectar el nuevo virus... Así que o las pruebas no eran tan irrefutables (ni los laboratorios canadienses y estadounidenses tan eficientes) o tenemos a poco más de 143 zombies caminando... Y éste es sólo uno de los ejemplos más prosaícos que se pueden encontrar.

No me malinterprete, Don Mau, su tecto no es malo, sólo muy flojo...

Ahora que, hablando del tema...