Saturday, November 25, 2006

Irak: cuando el radicalismo y la inconciencia convergen

[Foro Internacional, columna]

Una vez más Irak está de luto. Este jueves 23 de noviembre la nación islámica vivió, de acuerdo con información de El País, la mayor jornada de violencia desde el inicio de la invasión estadounidense a su territorio en marzo de 2003: ataques coordinados compuestos por la explosión de cuatro coches-bomba y fuego de mortero en el barrio chiíta de Ciudad Sáder dejaron al menos 160 muertos y 250 heridos.
En línea con el diario español, estos siniestros no son algo distinto que la continuación del odio sectario que ha echado raíces en Irak, de los enfrentamientos entre la mayoría chiíta y la minoría sunita, grupos étnicos que representan, respectivamente, el 60 y el 15 por ciento de la población iraquí.
Así, el primer antecedente de lo ocurrido se remonta a febrero, cuando fue destrozada la Mezquita Dorada de Samarra, importante templo chiíta. De esa acometida derivó como respuesta la creación de los “escuadrones de la muerte”, que han perpetrado atentados en contra de los sunitas y presuntamente están liderados por el líder radical Múqtada al Sáder, hijo del ayatolá Mohamed Sadek al Sáder, en cuyo honor fue nombrado el barrio recién atacado. Las explosiones del jueves, entonces, equivaldrían a las represalias de los sunitas por causa de las repetidas ofensas de los “escuadrones” chiítas.
Ante este panorama —producto de la tensión política, social, étnica y religiosa que se vive en Irak— resulta inquietante no sólo que a principios de este mes de noviembre se diera a conocer la sentencia de muerte al ex dictador Saddam Hussein, sino que las actuales autoridades de aquel país minimizaran las posibles reacciones de este veredicto. El propio primer ministro, Nuri Kamal al-Maliki, en declaraciones reproducidas por The New York Times, mencionó que Hussein “está encarando el castigo que merece. Su sentencia no representa nada porque ejecutarlo no vale la sangre que derramó. Pero esto quizá reconforte un poco a las familias de los mártires”.
En ese mismo tenor, el embajador de Estados Unidos en Irak, Zalmay Khalilzad, calificó el veredicto del tribunal especial como “una importante piedra angular en la construcción de una sociedad libre. A pesar de que los iraquíes puedan enfrentar días difíciles en las próximas semanas —añadió—, cerrar el libro de Saddam Hussein y su régimen es una oportunidad para unir y construir un futuro mejor”.
Con esta actitud, tanto el premier iraquí como el diplomático estadounidense olvidan los matices, lo complejo este mundo, demuestran falta de sensibilidad política: si bien es cierto que Hussein merecía “enfrentar su castigo”, es decir, asumir su responsabilidad por crímenes contra la humanidad (fue condenado por el asesinato de 150 chiítas de la aldea de Dujail a principios de los 80, aunque igualmente enfrenta cargos por la muerte de nada menos que 50 mil personas durante la campaña militar de 87-88 en el Kurdistán), también lo es que la figura del ex dictador, de origen sunita, divide, exacerba los ánimos de sus partidarios y detractores.
Y en un ambiente tan polarizado, dictar sentencia de muerte a un personaje que despierta tantos y tan intensos sentimientos puede resultar por demás peligroso. Desde el punto de vista simbólico, llevar a la horca a Saddam Hussein es una afrenta para la comunidad sunita, ya de por sí molesta por encontrarse relegada del poder que detenta la coalición kurdo-chiíta así como por la presencia extranjera en su territorio. Por otra parte, desde el más abierto pragmatismo, significa el pretexto perfecto para incrementar los ataques contra la mayoría dominante y la resistencia contra la ocupación militar encabezada por EU.
Hasta este punto, aunque con distintos argumentos, organismos internacionales como Human Rights Watch, el Consejo de Europa y la misma Unión Europa han rechazado tal sentencia. Mientras que la ONG ha puesto en duda lo justo y legítimo del juicio, tanto el Consejo como la UE han recordado su oposición a la pena de muerte y han hecho énfasis en la necesidad de tratar a Hussein como un criminal sin convertirlo en “mártir”.
A todo esto no es ocioso pensar —o repensar, mejor dicho— los costos que ha reportado la guerra en Irak. Si no que lo digan Madrid y el ex presidente del gobierno español, José María Aznar; o que lo digan Londres y el todavía primer ministro británico Tony Blair; o que, por fin, lo admita el propio George W. Bush, a quien esta fallida empresa, que se halla a un pelo de transformarse en un “segundo Vietnam”, acaba de pasarle la factura en las elecciones parlamentarias en su país a través de la pérdida de la mayoría republicana en el Senado y la Cámara de Representantes.
Finalmente, que lo diga el pueblo de Irak, sin duda el más afectado. En algo tiene razón Zalmay Khalilzad: los iraquíes enfrentarán semanas difíciles. La violencia étnica continuará y, a pesar de que la sentencia de Hussein deberá ser ratificada o desechada por la sala de apelaciones de la corte antes de ser ejecutada, su posibilidad flotará en el aire. Ojalá que los jueces que la revisen entiendan que sustituir la horca por una celda no significa dejar de castigar y someterse al miedo que generan los sunitas radicales, sino evitar, en términos llanos, que la sangre llegue al río. ¿O acaso tendremos que calcular la proporción de cuántas vidas civiles más costará la del ex dictador?

Monday, November 20, 2006

La vida plasmada en tinta


A Erika Martínez:
feliz cumpleaños, mi amor


Admiro a quienes no creen en el destino. Me inspiran respeto aquellas personas que dudan, desconfían de la sola noción de algo similar al meant to be, de que el sino de la humanidad, de los países, los pueblos o los individuos pueda estar trazado desde antes de que éstos pisen la Tierra.
Sin embargo, no me cuento dentro de los miembros de ese grupo. Quizá por ello los admiro. Si bien no acepto totalmente la idea de que nuestras vidas sean como un libro ya escrito, o preescrito, de principio a fin —con puntos y comas— por algo o alguien “superior” a nosotros, tampoco me atrevo a refutar de tajo la posibilidad de eso que llamamos coincidencias, sincronías o, a secas, destino.
¿O de qué otra manera explicaría, entonces, que a mis 22 años y justo en mi época como practicante en un periódico llegara a mis manos Tinta roja del chileno Alberto Fuguet, una novela sobre un estudiante de periodismo de 23 años que entra a “hacer la práctica” a El Clamor, “Diario masivo y popular”? Valga el anterior compendio autobiográfico como preámbulo a lo que habrá de tratarse en estas líneas, la obra de Fuguet. Por lo demás, ofrezco una disculpa por las pasadas y futuras confesiones.
Tinta roja, decía, versa sobre la vida de Alfonso Fernández Ferrer, en particular acerca del verano en que fue reportero de práctica en la sección policial de El Clamor, medio más o menos equiparable a La Prensa o El Metro de México.
Publicado por primera vez hace 10 años, en 1996, el interesante trabajo de este chileno también responsable de Sobredosis, Mala Onda, Por favor, rebobinar o Las películas de mi vida deja ver, en primer lugar, la influencia del cine. Fuguet (Santiago, 1964) comienza la narración presentando a un Alfonso ya adulto, en apariencia exitoso editor de una revista de viajes, Pasaporte, quien, no obstante, se sabe insatisfecho: “[...] la mediocridad —revela— es más sutil de lo que uno cree y a veces te abraza con el manto de la seguridad. Uno se acostumbra y sigue adelante. La vida creativa puede ser activa e intensa, pero carece de la estabilidad del pantano. Uno, al final, puede vivir de lo más bien sin estímulos. El hombre es un animal de costumbres y yo me acostumbré”.
Semiahogado en el desencanto, Alfonso observa a Martín Vergara, joven, periodista y escritor en ciernes en cuya persona se ve reflejado pero, a la vez, encuentra actitudes ingenuas y desdeñables —como la de ignorar que “lo único que a uno no le sobra es tiempo y veranos”—, lo mismo que el modelo de hijo que no cumple su vástago biológico, Benjamín. Finalmente, por cierto, en Vergara también halla a un rival.
La competencia unilateral que Alfonso emprende en contra de Martín culmina la noche del cumpleaños de éste. Martín se embriaga y provoca que Alfonso le hable y recuerde su propia juventud. En ese punto un flashback conduce la narración a la época en que Fernández Ferrer ingresó a El Clamor para conocer cadáveres al igual que el desprecio de editores prepotentes, el crimen, el sufrimiento más descarnado, a Saúl Faúndez, al fotógrafo Escalona, al Camión Sanhueza, a Roxana Aceituno y al detective Hugo Norambuena. En pocas palabras, en El Clamor Alfonso conoce al mundo y a sí mismo.
Desde el punto de vista técnico, el cambio en el tipo de narrador, de uno en primera persona a uno en tercera, da la impresión de alejamiento, de la perspectiva que proporciona el paso de los años. Una vez concluida esta remembranza, que constituye la mayor parte del libro, una elipsis nos regresa al Alfonso adulto que narra su presente.
Resulta sencillo inferir que en este tipo de novela autobiográfica el fuerte no es la tensión o el misterio que mantiene la historia. Fuguet guarda un ritmo constante —sin muchos altibajos— y libera el desenlace de forma gradual, en pequeñas dosis. Empero, el enorme mérito de esta obra no reside en la incertidumbre o la duda generada en el lector, sino en el grado de identificación que es capaz de establecer con éste, es decir, en cómo lo hace recordar y reflexionar sobre su propia vida.
En ese sentido, y a pesar de los localismos en el lenguaje —por otro lado, necesarios para imprimir realismo al relato—, me parece que Tinta roja es un excelente retrato de la existencia y los conflictos del joven latinoamericano de clase media con cierta sensibilidad intelectual y artística, así como, por supuesto, con sueños de grandeza y, a la manera de los autores de la generación de Tom Wolfe que aspiraban a crear “La Gran Novela Americana”, con la creencia de que a través del periodismo es factible saltar a la literatura y convertirse en escritor. Qué mejor muestra de esa ilusión que la frase inicial del libro: “Nací con tinta en las venas. Eso, al menos, es lo que me gustaría creer”.
Igualmente, Fuguet logra una personal y entrañable antología de las enseñanzas que, tanto en el ejercicio periodístico como en letras y en la vida, nos invitan, por llamarlo de algún modo, a madurar. Así, dentro del periodismo destaca la contundencia y la crudeza de reporteros “chapados a la antigua” como Omar Ortega Petersen, El Chacal, o el propio Saúl Faúndez, forjados no en las aulas universitarias sino en las redacciones y fuera de ellas. De boca del primero escuchamos la frase “No existen las noticias aburridas, solamente los reporteros ineptos y reprimidos”, mientras que el segundo cuestiona a Alfonso qué le enseñaron en la escuela, porque “El periodismo, como la prostitución, se aprende en la calle”.
En lo que respecta a la literatura, sin ser nada cercano a un académico Faúndez da cátedra de la relación entre la realidad y cuentos y novelas, de cómo deben producirse éstos: “Por mucha que sea la tentación, es mejor escribir sobre uno, sobre lo que sabes, que escribir sobre los otros”. Y en tercer término cabe añadir que mediante sus personajes Fuguet transmite una suerte de filosofía del devenir cotidiano, cuyas máximas plantean, por ejemplo, la importancia de que una persona descubra cuáles son sus prioridades, de no juzgar a los otros por “las cosas chicas”, del sufrimiento como causa del apego a la mentira o de la libertad como única integridad válida.
Termino este recorrido con una última confesión: despertó especialmente mi interés la forma en que el autor plasma el inestable, alentador y al mismo tiempo doloroso proceso del joven que crece y comienza su entrada a la vida adulta y, en ese tránsito, por momentos llega a sentir que su existencia se va directo al carajo. O, en palabras de Fuguet: “Nada tan grave, nada tan raro, solo esa sensación de estar a la deriva. La vida, simplemente”. Pero, más aún, fuera de la crudeza antes descrita, prefiero quedarme con una de las ideas clave de esta novela: la vida da segundas oportunidades. Hasta este punto, me consta.

FICHA BIBLIOGRÁFICA:

FUGUET, Alberto. Tinta roja [1996]. España, Punto de Lectura, 2006.

Tuesday, November 14, 2006

México, el mundo y el nuevo sexenio

[Foro Internacional, columna]

A 17 días de que en México inicie un nuevo periodo presidencial, es urgente revisar el contexto internacional en el cual se inscribirá el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa. Veamos: ¿cuáles serán las relaciones diplomáticas que más peso tendrán en el destino del país?, ¿cómo deberán cultivarse éstas?, ¿qué retos afrontará la política exterior del próximo mandatario?
La historia y la lógica de inmediato nos llevan a pensar en el “vecino del norte”, Estados Unidos. Existen razones para ello en tanto que con esa nación compartimos la nada despreciable cifra de 3 mil kilómetros de frontera, y las remesas que los mexicanos residentes allá envían a territorio nacional se han convertido —con todos los pros y contras que ello implica— en el segundo motor de la economía sólo detrás de los inestables y dentro de poco menguantes ingresos petroleros.
Sin embargo, sobra decir que un análisis profundo del panorama mundial debe trascender la resignación y el simplismo de la frase “México, tan lejos de Dios, tan cerca de Estados Unidos” en al menos dos muy obvios sentidos: 1) no todo el mundo es EU, es decir, muchísimos más países resultan importantes para el Estado mexicano; y 2) pese a las aparentemente eternas diferencias en la relación bilateral con quien es todavía la primera potencial mundial, México no debe cejar en su empeño de establecer vínculos justos con ella.
En esa línea, retomemos lo ocurrido el pasado 7 de noviembre, fecha en que en Estados Unidos se celebraron elecciones intermedias. Tras 12 años de haber sido la segunda fuerza política parlamentaria, el Partido Demócrata recuperó la mayoría en ambas cámaras. El espíritu antiinmigrante que ha caracterizado a los republicanos, el grupo político derrotado, y la promesa de Harry Reid, próximo líder de los demócratas en el Senado, de revisar la situación de una hipotética reforma migratoria que “saque de las sombras” a los migrantes han conducido al optimismo de algunos analistas, entre ellos el economista y demógrafo Rodolfo Tuirán.
No obstante, creo pertinente hacer un llamado a la prudencia: en efecto, el triunfo demócrata quizá abra la posibilidad de un tan anhelado acuerdo migratorio incluyente para los millones de connacionales que habitan en EU, pero de ningún modo es, por sí solo, motivo para alegrarse y cantar victoria en la medida en que los estadounidenses seguirán preocupados por la seguridad nacional y, dentro de ella, la de sus fronteras, más aún con miras a la elección presidencial de 2008.
México, por otra parte, deberá voltear la mirada hacia el sur, hacia el resto de América Latina. Así lo h
a señalado gente como Beatriz Paredes, recalcando que con los otros países del continente nos unen aspectos históricos y culturales comunes, aunque —cabe aclarar— difícilmente podremos erigirnos líderes de la región debido a la lejanía voluntaria o involuntaria que durante los pasados seis años se estableció con respecto a Latinoamérica, así como por causa de conflictos diplomáticos con algunos de los dirigentes más beligerantes del área como Hugo Chávez y Fidel Castro.
Asimismo, no está de más decir que acercarse a los estados latinoamericanos no debe significar adoptar el discurso “antiimperialista” de Venezuela, Cuba o Bolivia. Media un abismo entre la necesaria crítica al sistema capitalista, el consumismo, las acciones intervencionistas o la injustificada invasión a otros países en nombre de la paz y la democracia, y declarar que George W. Bush es “el diablo”.
Y allende los límites de nuestro continente, México encarará, si no una nueva Organización de las Naciones Unidas, al menos sí el periodo de un nuevo secretario general, el sudcoreano Ban Ki-Moon, quien el 1 de enero de 2007 suplirá en el cargo al ganés Kofi Annan.
También enfrentará un contexto global en el que China, India y otras naciones asiáticas cobran mayor importancia en la economía; los jaloneos entre los distintos países acusados de violar los derechos humanos; el fundamentalismo cristiano e islámico a veces traducido en actos terroristas; y una latente carrera nuclear (esperemos que no armamentista).
Lo indudable, una vez concluida esta medianamente ordenada relación de hechos y situaciones, es que el nuevo titular del Ejecutivo y el responsable de cartera correspondiente, seguramente Arturo Sarukhán, deberán enmendar una política exterior que en el sexenio que termina estuvo marcada por la falta de sensibilidad y experiencia diplomática, la indisciplina o el inoportuno afán de protagonismo del propio presidente Vicente Fox o del titular en turno de la Secretaria de Relaciones Exteriores.
Y si, como lo han hecho notar Jorge Zepeda Patterson o Ricardo Rocha, Felipe Calderón enfrentará graves problemas al interior del país —el estigma social del fallido “cambio”, la inmediata resolución del conflicto en Oaxaca, la oposición de Andrés Manuel López Obrador y la falta de credibilidad por parte de los seguidores de este último, las presiones o descarados chantajes del PRI para mantener una mayoría en el Poder Legislativo y alcanzar acuerdos, lo mismo que las diferencias dentro de su propio equipo y el asedio del ala ultraderechista de su partido—, el panorama internacional, sin ser alarmistas, no se antoja menos complicado.