Sunday, August 23, 2009

“¡Saquen los teléfonos!”

Todo ocurrió en un par de minutos, quizá menos. Cerca de las 10:30 de la noche, en la colonia Olivar del Conde, en la delegación Álvaro Obregón del Distrito Federal, caminábamos hacia una fiesta cuando, a sólo dos cuadras de nuestro destino, el tipo se acercó a paso acelerado.
—¡Ahora sí ya valió, saquen los teléfonos! —soltó.
Víctimas inexpertas, no supimos cómo reaccionar. Pese a que el asaltante no mostró ningún arma, el tono y el rostro agresivos así como la calle solitaria bastaron para asustarnos.
Mi acompañante, mujer, mi novia, retrocedió. Traté de interponerme entre ella y el sujeto, moreno, como de un metro con 70 centímetros, lampiño, mal encarado, de playera negra y pantalón café.
Saqué mi celular y un billete. Se los di y no recuerdo qué balbucí pensando ilusamente que con eso tendría suficiente, que nos dejaría en paz. Por supuesto, me equivoqué.
Tomó el botín e insistió:
—¡El teléfono! —le gritó.
De nuevo quise interponerme. Lo confieso: no pude. No supe cómo hacerlo sin alebrestar más al patán frente a nosotros y, por lo tanto, sin ponernos en mayor riesgo.
Ella aún no mostraba el objeto exigido cuando el tipo volvió a exclamar:
—¡Ándale, hija, o va a valer verga! —dijo, amagando con extraer algún arma de su bolsillo.
—¡Ya, güey! —respondí en un vano intento de calmarlo.
Ella entregó su teléfono. El maleante lo tomó, lo guardó y se fue otra vez con paso acelerado.
Nos quedamos como congelados por un instante. Segundos después, más por instinto que atendiendo a la razón, empezamos a caminar hacia la casa a la que nos dirigíamos desde el principio mientras mutuamente buscábamos tranquilizarnos. Yo sentía enojo y mucha, mucha impotencia.
Llegamos. Nos recibieron. Informamos del incidente a nuestros anfitriones e iniciaron las preguntas que todos formulamos en esos casos pero que, visto a la distancia, no sabemos espaciar ni expresar con tacto: ¿Qué pasó? ¿Están bien? ¿Por dónde venían? ¿No había nadie en la calle? ¿Quién fue? ¿Cómo era? ¿Lo reconocen?
Nos reconfortaron. Llamamos a nuestras casas. Avisamos de lo sucedido. Pedimos que reportaran los números como robados. Hicimos balance del evento: afortunadamente, no pasó a mayores.
Luego de eso retomamos la velada, la reunión con los amigos. A pesar del desagradable hecho, nos divertimos. Sin embargo, aunque intermitente, la sensación de malestar permaneció.
Y junto con ella me rondaron también varias ideas. Primero, una ironía: haber pasado infinidad de veces exactamente por el mismo sitio, solo e incluso de madrugada, sin antes sufrir un episodio similar, justo para haberlo padecido en el momento menos esperado y con quien menos lo habría querido. Segundo, la empatía con las personas que han sido robadas en alguna ocasión y han sentido justificada molestia por ser despojadas de lo que es suyo. Tercero, que si bien me niego a caer en la paranoia y a ser rehén de quienes pretenden secuestrar nuestra tranquilidad, es necesario entender que el fenómeno de la inseguridad existe y por ende hay que aprender a tomar las debidas precauciones en casa y fuera de ella.
Por último, la esperanza de que esta denuncia, como tantas otras ciertamente más graves, expuestas en los medios o ante procuradurías, delegaciones o ministerios públicos, contribuya de algún modo a que las autoridades recuerden y asuman los compromisos que han adquirido en materia de combate a la delincuencia. A casi un año de la firma del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, eso seguimos demandando los ciudadanos, tanto los muchos que ya formamos “parte de la estadística” de las víctimas de la criminalidad, como aquellos que no desean llegar a convertirse en un número más.

Nota: Este texto fue publicado el jueves en los Dardos de diasiete.com. Disculpen la tardanza; quien escribe andaba de inmerecidas pero muy gratas vacaciones.

1 comment:

Necio Hutopo said...

Vale... Feliz regreso... pese a todo... Eso y, por supuesto, toda mi solidaridad...