Wednesday, September 16, 2009

México fragmentado

Nunca me han entusiasmado las fiestas patrias. No es sólo porque frente a la dramática realidad de este país año con año encuentro pocas, muy pocas razones para festejar nuestro nacimiento como nación. También, porque cada septiembre los grupos de poder, tanto en la política como en los medios, buscan la ocasión para proclamar una pretendida unidad entre los mexicanos que se extiende, acaso, hasta que culminan la celebración del 15 y la resaca del 16.
Este 2009 mi búsqueda no ha corrido con mejor suerte. Más aún, quizá le haya tocado la peor que me sea posible recordar.
Conocemos de sobra nuestros problemas: la crisis global de finales de 2008 nos ha golpeado con severidad, el barco de las finanzas públicas tiene un hoyo de casi 400 mil millones de pesos, aumentan el desempleo y la pobreza, el brote de influenza de abril-mayo pegó a la dinámica de la República y amenaza con volver en otoño-invierno, el narcotráfico no cede terreno, niños y jóvenes están sumidos en la precariedad educativa y laboral, el agua y el petróleo se agotan… Con tal escenario, ¿de qué demonios alegrarse?
Lejos estoy de creer que el listado anterior constituya un destino inexorable como el plasmado en las tragedias griegas. Sin embargo, considero que escapar de él y comenzar a construirnos un mejor futuro pasa necesariamente, primero, por reconocer nuestra responsabilidad colectiva en el statu quo que padecemos y, segundo, por preguntarnos qué tipo de nación queremos ser para de esa manera asumirnos capaces de trazar los ejes mínimos que nos permitan alcanzar el desarrollo, la sustentabilidad, la calidad de vida y el respeto a las libertades individuales.
Frenar nuestra decadencia, en otras palabras, requiere acuerdo y colaboración; es decir, que más allá de inevitables, significativas y sanas diferencias, todos caigamos en la cuenta de que formamos parte del mismo Estado y de que, por ende, nuestras acciones y omisiones tienen consecuencias para el conjunto.
Nuestro egoísmo, nuestro olvido de la colectividad y nuestra tendencia a explotar los bienes nacionales sólo para beneficio personal o de grupo han derivado en que, como escribió en El Universal el politólogo Mauricio Merino el 31 de diciembre pasado, los mexicanos hayamos “destruido las distintas configuraciones del espacio público en las que convivimos, porque no sabemos estar juntos, ayudarnos, compartir y respetar”.
Al cierre de ese artículo Merino enfatizaba en la necesidad de abandonar nuestras soledades a fin de recuperar la capacidad de convivir: “Y eso vale tanto para los funcionarios encerrados en Los Pinos como para los legisladores y sus grupúsculos parlamentarios; vale para las oligarquías de los partidos y los medios y para los amigos legítimos de Andrés Manuel; vale para cada una de las familias, los amigos, las iglesias y las universidades. Nadie puede solo. México tampoco”.
Me vienen a la mente aquellas frases ahora que nos acercamos al bicentenario de la Independencia y al centenario de la Revolución mientras observo a este país peligrosamente fragmentado. Y aunque ignoro si la consabida cábala 1810, 1910, 2010 habrá de cumplirse, estoy convencido de que las divisiones entre poderes, gobiernos y grupos sociales no tienen otro efecto que alimentar el germen de la confrontación.
Quiero pensar que estamos a tiempo de evitar una guerra civil, pero para ahuyentar ese fantasma es indispensable que todos, de una buena vez, desempeñemos nuestro papel como ciudadanos de este México y contribuyamos a corregir sus fallas, sus injusticias, sus desigualdades. Si no lo hacemos, lo menos grave será que al llegar estas fechas año con año encontraremos menos motivos para festejar.

Nota: Este texto aparece en los Dardos de diasiete.com.

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