Saturday, April 26, 2008

De China a Panamá, una ruta de medicina envenenada [traducción, segunda de cuatro partes]

NOTA: Continúa del post de ayer.


Walt Bogdanich y Jake Hooker


The New York Times
Mayo 6 de 2007

Una enfermedad misteriosa
A principios de septiembre pasado, los doctores en el gran hospital público de Ciudad de Panamá empezaron a notar pacientes que exhibían síntomas inusuales.
Inicialmente aparentaban tener el síndrome Guillain-Barré, un desorden neurológico relativamente raro que primero se presenta como una debilidad o sensación de temblor en las piernas. Esa debilidad con frecuencia se intensifica, expandiéndose hacia los brazos y el pecho, ocasionando algunas veces parálisis total y la incapacidad de respirar.
Los nuevos pacientes tenían parálisis, pero ésta no se extendía hacia arriba. También perdían rápidamente la capacidad de orinar, una condición no asociada con el Guillan-Barré. Y más inusual aún era el número de casos. Durante un año completo, los doctores habían visto alrededor de ocho expedientes de ese síndrome, mismo número que ya habían observado en tan sólo dos semanas.
Los médicos buscaron la ayuda de un especialista en enfermedades infecciosas, Néstor Sosa, un doctor de carácter intenso que compite en triatlones y certámenes de ajedrez de alto nivel.
La especialidad médica del doctor Sosa tenía una larga y rica historia en Panamá, alguna vez conocido como uno de los lugares más insalubres del mundo. En un año a finales del siglo XIX, una letal mezcla de fiebre amarilla y malaria mató a casi uno de cada 10 habitantes de Ciudad de Panamá. Sólo después de que Estados Unidos pudo vencer las enfermedades provenientes de los mosquitos pudo construir el Canal de Panamá sin la devastación que marcó un intento anterior de parte de los franceses.
Los presuntos casos de Guillain-Barré preocuparon al doctor Sosa. “Era algo realmente extraordinario, algo que evidentemente estaba alcanzando dimensiones epidémicas en nuestro hospital”, señaló.
Con esta rara enfermedad cuya tasa de mortalidad rondaba el 50%, el doctor Sosa alertó a la administración del hospital, que le pidió que constituyera y coordinara una fuerza especial para manejar la situación. La tarea, una carrera contra el reloj para atrapar un asesino, fue un reto que él tomó con interés.
Muchos años antes, el doctor Sosa había observado a otros doctores hallar la causa de otra epidemia, identificada después como Hantavirus, un patógeno diseminado por roedores.
“Cuidé algunos pacientes, pero de algún modo sentí que no hice suficiente”, narró. La siguiente ocasión, se prometió, sería diferente. Sosa instaló en el hospital un “cuarto de guerra” para las 24 horas, donde los médicos podían comparar notas y teorías al tiempo que revisaban registros médicos en busca de pistas.
Como precaución, los pacientes con la misteriosa enfermedad fueron aislados y ubicados en un gran cuarto vacío a la espera de novedades. Los enfermeros usaban máscaras, lo que elevó el miedo en el hospital y la comunidad.
“Eso expandió el pánico”, recordó el doctor Jorge Motta, un cardiólogo que dirige el Instituto Gorgas Memorial, un respetado centro de investigación médica en Panamá. “Esa es siempre una idea espeluznante: que te convertirás en el epicentro de una nueva enfermedad infecciosa, y especialmente una nueva que mata con un alto índice de mortalidad, como éste”.
Mientras tanto, los pacientes seguían llegando, y el personal del hospital apenas podía aguantar.
“Terminé dando RCP”, comentó el doctor Sosa. “No había dado RCP desde que era médico residente, pero había muchísimas crisis desarrollándose”.
Asustados pacientes del hospital tenían que ver a otros alrededor de ellos morir por razones que nadie entendía, temiendo que ellos pudieran ser los siguientes.
En la medida en que reportes de extraños síntomas de Guillain-Barré empezaron a llegar de otras partes del país, los médicos se dieron cuenta de que no estaban lidiando con un brote local.
Pascuala Pérez de González, de 67 años, buscó tratamiento para un resfriado en una clínica de la provincia de Coclé, a unas tres horas en automóvil de Ciudad de Panamá. A finales de septiembre fue atendida y enviada de regreso a casa. Tras unos días, ya no pudo comer ni orinar y comenzó a tener convulsiones.
Se tomó la decisión de llevarla al hospital público de Cuidad de Panamá, pero en el caminó dejó de respirar y tuvo que ser resucitada. Llegó al nosocomio en estado de coma profundo y más tarde murió.
Los registros médicos contenían claves, aunque también muchos falsos indicios. Las primeras víctimas tendían a ser hombres mayores de 60 años y diabéticos con alta presión sanguínea. Cerca de la mitad habían recibido Lisinoprill, un medicamento para la presión distribuido por el sistema de salud pública.
Pero muchas personas que no tomaron Lisinoprill también habían enfermado. Debido a la posibilidad de que esos pacientes hubieran olvidado que habían ingerido la medicina, los doctores retiraron el Lisinoprill de las farmacias —sólo para regresarlo una vez que las pruebas no detectaron nada malo.
Los investigadores descubrirían después que el Lisinoprill sí jugó un rol importante, aunque indirecto, en esta epidemia; sin embargo, no en el modo en que ellos habían imaginado.



Una pista mayor
Un paciente de particular interés para el doctor Sosa llegó al hospital con un ataque al corazón, aunque sin los síntomas de Guillain-Barré. Durante el tratamiento este paciente recibió varias drogas, incluyendo Lisinoprill. Después de un tiempo, empezó a exhibir el mismo desorden neurológico propio de la misteriosa enfermedad.
“Este paciente es una pista mayor”, recordó haber dicho el doctor Sosa. “Esto no es algo ambiental, esto no es una medicina popular que ha sido llevada por los pacientes a sus casas. Este paciente desarrolló la enfermedad en el hospital, enfrente de nosotros”.
Luego, otro paciente dijo a Sosa que él también desarrolló los síntomas después de tomar Lisinoprill, pero debido a que la medicina le hacía toser, igualmente utilizó un jarabe —el mismo que se le había dado al enfermo del corazón.
“Dije: ‘esto tiene que ser’”, relató el doctor Sosa. “Necesitamos investigar este jarabe contra la tos”.
Inicialmente este medicamento no había levantado muchas sospechas porque varias de las víctimas no recordaban haberlo tomado.
“El 25% de las personas afectadas negaron haber ingerido el jarabe contra la tos porque eso no fue un evento significativo en sus vidas”, declaró el doctor Motta.
Investigadores de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés), que estaban ayudando en Panamá, rápidamente pusieron las botellas en un avión del gobierno y las enviaron a pruebas en la Unión Americana. Al día siguiente, 11 de octubre, mientras los oficiales de salud panameños atendían una conferencia de prensa, un Blackberry en el cuarto sonó.
Las pruebas, reportaban los CDC, habían dado positivo para dietileno glicol en el jarabe contra la tos.
El misterio había sido revelado. Resultó que los barriles etiquetados como glicerina contenían veneno.
La gran emoción del doctor Sosa por haber descubierto la causa no duró mucho. “Es nuestro medicamento el que está matando a esta gente”, dijo haber pensado. “No es un virus, no es algo que pescan allá afuera; era algo que nosotros fabricábamos”.
Rápidamente inició una campaña nacional para impedir que las personas usaran el jarabe contra la tos. Los vecindarios fueron registrados, pero miles de botellas habían sido desechadas o no pudieron ser encontradas.
En la medida que avanzaba la investigación, dos importantes tareas seguían pendientes: contar los muertos y asignar culpas. Ninguna ha sido sencilla.
Un conteo preciso es por completo imposible ya que, de acuerdo con las autoridades médicas, las víctimas fueron enterradas antes de que se supiera la causa, y los pacientes pobres probablemente ni siquiera vieron a un doctor.
Otro problema es que encontrar restos de dietileno glicol en cuerpos en descomposición es cuando menos difícil, explican los expertos. A pesar de ello, un patólogo argentino que ha estudiado los envenenamientos por dietileno glicol ayudó a desarrollar una prueba para detectar la toxina en cuerpos exhumados. Siete de los primeros nueve cuerpos examinados, según las autoridades panameñas, mostraron rastros del veneno.
Con la temporada de lluvias a punto de regresar, empero, las exhumaciones están por terminar. El doctor José Vicente Pachar, director del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Panamá, dijo que como científico le gustaría un conteo final de las muertes. Pero agregó: “Debo aceptar la realidad de que en el caso de Panamá no vamos a conocer el número exacto”.
Los fiscales locales han realizado algunos arrestos y están investigando a otras personas conectadas con este caso, incluyendo oficiales de la compañía de importación y de la agencia de gobierno que mezcló y distribuyó la medicina contra el resfriado. “Nuestras responsabilidades son establecer o descubrir la verdad”, sentenció Dimas Guevara, el investigador de homicidios que guía la pesquisa.
Pero hasta el momento los fiscales no han logrado señalar a nadie como el culpable de haber llevado a cabo el contrabando de glicerina. Y si la investigación panameña se extiende como otras lo han hecho, es muy improbable que alguna vez lo consiga.

1 comment:

Necio Hutopo said...

Como dije antes; el trabajo ya lo conocía y dejaré mis comentarios hasta que el mismo termine de de ser publicado en estos bits... Eso sí, como también ya dije, buena tr5aducción.