Friday, April 09, 2010

Los tenis, las endorfinas y el camino

Corro desde que tenía 15 años, tal vez 14; ya no lo recuerdo bien.
Salvo un breve periodo en el bachillerato, cuando la Escuela Nacional Preparatoria número 8 de la UNAM contó con equipo de atletismo, nunca lo he hecho de manera formal. Soy, por tanto, un corredor amateur y —digamos— no institucionalizado, de aquellos que miden sus éxitos no por las competencias en las que han participado ni por los reconocimientos en ellas recabados, sino por pequeñas satisfacciones personales como dar una vuelta más, bajarle segundos al reloj o, simplemente, superar la pereza, calzarse los tenis y salir.
Personas cercanas me han preguntado por qué lo hago. Sencillo: se trata de un ejercicio que puedo ajustar a mis horarios, para el que no requiero más que ropa cómoda y un circuito que recorrer (un parque, una pista, un campo de futbol, un conjunto de cuadras), que me relaja, que me ayuda a pensar.
Con el tiempo, sin embargo, he descubierto que mi gusto por correr trasciende la adicción a las endorfinas, las hormonas que el cuerpo segrega después de ejercitarse y que producen placer.
Tal afición —no exagero— se ha convertido en parte de mi identidad. Me siento insatisfecho aquellos días en los que, por una u otra razón, no puedo salir. En cambio, iniciar la jornada con una carrera me motiva, me infunde energía, me dota de buen humor.
Algunos comparan la vida con objetos: una montaña rusa con sus subidas y descensos, una caja de chocolates que guarda sorpresas. Otros lo hacen con acciones como un juego de ajedrez o, como en la canción del grupo mexicano Café Tacuba, “un gran baile” cuyo escenario es el mundo entero.
Yo la equiparo con una carrera: a veces hay que mantener un trote ligero pero constante; en otras ocasiones debemos acelerar aunque las piernas parezcan ya no dar más de sí; también padecemos el riesgo de tropezar, pero aun si caemos es posible levantarnos para retomar el camino. Y ante todo, el primer y último rival a vencer en esa competencia somos nosotros mismos, nuestra desidia, nuestros temores, nuestros límites.
Ahí radica mi gusto por correr, en pensar que así como puedo librar los obstáculos de la pista —la distancia, el tiempo, el calor, el cansancio, el perro que ladra e irrumpe mi trayecto disparando mi neurosis—, soy capaz de superar los retos que la existencia me plantea.
Suelo ilustrar ese espíritu competitivo con la imagen de corredores exitosos como el checoslovaco Emil Zatopek o el estadounidense Steve Prefontaine; el primero, único atleta en haber ganado el oro en los 5 mil, 10 mil metros y en el maratón en los mismos Juegos Olímpicos, los de Helsinki 1952; el segundo, plusmarquista juvenil de los 5 mil metros, caracterizado por querer ir siempre a la vanguardia y quien murió en un accidente automovilístico antes de su segundo intento de contender por una medalla en Montreal 1976.
En esta ocasión, no obstante, en lugar de cerrar con esos ejemplos prefiero quedarme con el de las personas que cada día asumen las competencias en las que participan, en casa, en las aulas, en sus trabajos, en la calle. Recordarlos, pensar en aquellos que encaran la vida como un camino repleto de desafíos a vencer, despierta en mí los ánimos suficientes para ponerme los tenis cada mañana y continuar con mi propia carrera.


Nota: Este texto aparece en los Dardos de diasiete.com. También es mi tercera colaboración para el blog A vuelo de pluma de la revista electrónica Kaja Negra.

1 comment:

Necio Hutopo said...

Vale... Éste sí que me ha gustado... Y mire que no suscribo ni la mitad, que para obtener endorfinas me sé de actividades más divertidas y que se hacen acompañado y lo de la vida como trote... Bueno, con perdón de cita de Silvio Rodríguez "La vida es búsqueda y no una carrera"... Y, finalmente, para ejemplos de corredores, no está recientemente el Jamaiquino Bolt?...

Pero que quede perfectamente claro, el texto me ha gustado, es muy bueno (el mejor que ha producido últimamente), mis asegunes son cosas mías