Monday, March 08, 2010

México: la crisis del poder


Joseph S. Nye, profesor de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, acuñó en 1990 los términos hard power y soft power, “poder duro” y “poder blando”, para referirse, en el primer caso, al poder que un actor político ejerce a través de la fuerza o de sus capacidades concretas de acción, y en el segundo, a aquel basado en mensajes intangibles que buscan obtener legitimidad o persuadir.
Ambos conceptos, de acuerdo con el académico Genaro Lozano, nacieron para explicar las dinámicas entre los estados en el ámbito de las relaciones internacionales, pero también es posible emplearlos para entender los procesos que tienen lugar dentro de una nación.
Una revisión de la historia de México a partir de esas herramientas de la teoría política permite observar que si bien distintos gobiernos han tenido éxito inicial en el ejercicio del soft power, éste no ha perdurado debido a que ha carecido de un hard power que lo respalde. En otras palabras, a los mensajes no les han correspondido hechos que los sustenten.


La “familia revolucionaria”
Concluida la Revolución Mexicana, expone la investigadora Esther Cimet, el grupo que quedó al mando del país, encabezado por los generales del norte Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón, se ocupó de generar y promover una idea de unidad nacional.
El discurso oficial en la arquitectura, el cine, la pintura y los libros de texto gratuitos defendió la noción de “familia revolucionaria” a fin de que con ésta se identificaran las facciones que años atrás estuvieron en pugna y cada uno de los mexicanos.
Durante más de 70 años esa imagen del México emanado de la gesta que inició en 1910 sirvió a los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) para legitimar tanto su permanencia en la Presidencia como sus decisiones. Así, en lógica del PRI en el poder, toda acción estaba justificada por el supuesto bien de la nación, la estabilidad y el progreso, sin importar que para conseguir tales objetivos se recurriera a la censura de la prensa, la represión de los disidentes o incluso al fraude electoral.
Sin embargo, la noción de país próspero enarbolada por el priismo se vino abajo con la llegada del siglo XXI. En los comicios del 2 de julio del 2000, los votantes, descontentos con el tricolor por las promesas incumplidas de democracia y bienestar, eligieron al candidato del Partido Acción Nacional (PAN), Vicente Fox, como el nuevo presidente de la República.


El cambio que no fue
Fox, originario de Guanajuato, ex gobernador de la entidad, ex diputado y empresario, utilizó durante su campaña el estereotipo de “ranchero broncudo” con el propósito de acercarse a los sectores populares y, más importante aún, jugó con la idea del cambio.
El mensaje proselitista y de los primeros años del gobierno de Vicente Fox —es decir, su soft power— se basó en la presunta intención de transformar a México respecto de lo que había sido con el PRI. De esa manera, acabaría con la corrupción, los amiguismos, el corporativismo y las barreras a las libertades civiles.
La administración foxista, no obstante, careció de voluntad política y capacidad real —hard power— para alcanzar tales metas. A factores estructurales como décadas de atraso político, económico y social, y a otros culturales como un arraigado patrimonialismo que hace que los funcionarios públicos asuman como propios los recursos del erario bajo su responsabilidad, se sumó la ineficacia del Poder Ejecutivo para enfrentar los retos nacionales.
En consecuencia, entre 2000 y 2006 el país no sólo siguió padeciendo algunas de las mismas lacras que vivió con el priismo, como la desigualdad social o el fortalecimiento de sindicatos corporativos, sino que hacia el final del sexenio la principal bandera del foxismo, el “cambio”, quedó desacreditada por completo.


Promesas sin empleo
La sucesión presidencial de 2006 estuvo marcada por la polarización político-social que derivó en un resultado cerrado —0.58% de la votación fue la diferencia entre el primero y el segundo lugar—, que dio al candidato del PAN, Felipe Calderón, un triunfo que fue cuestionado por al menos un tercio de la población.
Abusos de poder, propaganda negra e insultos contribuyeron a polarizar el ambiente antes, durante y después de los comicios. En 2005, la administración foxista pretendió quitar de la contienda presidencial a Andrés Manuel López Obrador, del Partido de la Revolución Democrática (PRD), valiéndose de un dudoso proceso de desafuero. Ya en la campaña, el PAN y grupos afines motejaron al entonces jefe de gobierno del Distrito Federal como “un peligro para México”, a lo que éste respondió descalificando las instituciones y a sus representantes.
Para ganar adeptos, Calderón, abogado, panista de cepa, ex diputado y ex secretario de Energía, recurrió al miedo de un sector de los mexicanos frente a una hipotética catástrofe nacional en caso de que ganase López Obrador, así como a la promesa de encarar uno de los más grandes dramas del país y erigirse en “el presidente del empleo”.
Una tercera parte del electorado votó por él con esa esperanza, pero la realidad ha superado a este segundo mandatario del PAN: al término de 2009, el tercer año de su sexenio, la economía se desplomó 6.7% en tanto que la tasa de desempleo se ubicó en 4.8%, arriba del 4.32% de 2008 y del 3.4% de 2007, y equivalente a más de 3 millones de personas. A la mitad de su gestión, incumplida su principal promesa de campaña, la credibilidad de Calderón está en entredicho.


Poder sin poder
Los casos citados demuestran que el soft power en forma de elaboraciones discursivo-culturales, ideas-fuerza y promesas ha servido a políticos de diferentes partidos para acceder al gobierno e incluso para mantenerse en él. Sin embargo, evidencian también que ese “poder blando” se torna blandengue o de plano inútil cuando no existe un hard power que lo respalde, o sea, cuando detrás de un mensaje no hay un hecho que lo confirme.
Así, los gobernantes de México seguirán enfrentando crisis de credibilidad mientras no entiendan que, para decirlo con un refrán popular, obras son amores y no meras razones.


Nota: Este artículo fue redactado a petición de mi colega Alejandro Brofft para el número de marzo de la revista Black, cuyo tema central es el poder.

2 comments:

Elizabeth García said...

Sigo esperando la revista pasada :)
Te amo...

Necio Hutopo said...

mmm...