Friday, February 16, 2007

El dilema de la relación México-Cuba

[Foro Internacional, columna]

“Los cubanos son hermosos”. La mirada de Lizbeth Hernández brilla al recordar su reciente visita a la isla y, claro, a la gente que conoció allá. “Las cubanas también son muy guapas”, agrega equitativa. Liz, como la llaman sus amigos, una joven universitaria de 22 años, señala que, a pesar de sus carencias —“que dan tristeza”—, los isleños son personas muy cálidas, alegres. Por otro lado, relata Liz, ellos se preguntan si en México “ya no queremos a los cubanos”.
¿Cuál es, pues, el estado actual de las relaciones de México con Cuba? No es un misterio que durante el sexenio anterior, el de Vicente Fox, a raíz de episodios tan vergonzosos como el “comes y te vas”, los nexos entre ambas naciones se han visto disminuidos. Más aún, para el ex presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), del lado de nuestro país este deterioro viene desde 1995, y ha sido motivado “en parte por ignorancia de la historia y en parte por una apreciación equivocada sobre la manera de vincularse con los Estados Unidos”.
En un ensayo publicado en el número del 5 de febrero de 2007 de Milenio Semanal, “Cuba y Estados Unidos. Construyendo puentes para la distensión y el reencuentro”, Salinas plantea que por razones geográficas e históricas las relaciones entre México y Cuba han sido estrechas, amistosas en la gran mayoría de los casos y fundamentales para los dos países. Igualmente, el ex mandatario asevera que la soberanía mexicana de los próximos años dependerá a su vez de la defensa de la soberanía cubana que en la diplomacia nacional se ejerza o deje de ejercerse.
México, concluye Salinas, debe proclamarse por la no intervención de otros países en los asuntos de Cuba, debe pugnar por el derecho de los cubanos a la autodeterminación.
Ahora, si bien estas ideas provienen de un ex jefe de Estado, que, como él mismo hace notar con poca modestia, en 1994 participó en un diálogo terciado entre Fidel Castro y el entonces presidente de Estados Unidos Bill Clinton por causa de la crisis de los balseros, y ciertamente hacen acopio de hechos significativos en 500 años de historia, el ensayo resulta más un recuento que una propuesta de “hoja de ruta” para destrabar y mejorar las relaciones México-Cuba, y sobre todo, más un autoelogio de la política exterior llevada a cabo durante su sexenio que un análisis serio de las condiciones de un mundo más globalizado hoy que hace 13 años.
Lo que planteamos aquí, por el contrario, es que, en un contexto internacional en el cual los Estados-nación están cada vez más interconectados y son cada vez más interdependientes, una postura válida es la de criticar la injerencia unilateral y arbitraria en los asuntos internos de un país, es decir, promover su derecho a decidir por sí mismo, y otra es cerrar los ojos y oídos a situaciones tan censurables como la ausencia de una verdadera democracia, de libertad de expresión, las violaciones a los derechos humanos o las carencias económicas y materiales de un pueblo, o sea, renunciar a alzar la voz en la tribuna mundial y con ello abandonar la posibilidad de exigir y fomentar cambios positivos dentro de la isla.
Tarde o temprano, después de la muerte de Fidel o de su salida definitiva del escenario político, Cuba se transformará. Se especula que mucha gente querrá emigrar de la isla hacia México o Estados Unidos. Asimismo, se da casi por sentado que Washington pretenderá entrar en territorio cubano en otra posible maniobra para “exportar la democracia”.
Ante ese panorama, y aquí está en lo correcto Carlos Salinas de Gortari, México deberá estar atento a lo que suceda y actuar con prontitud, guiado por una política exterior mucho más inteligente que la de la administración anterior, máxime si, como lo ha mencionado el presidente Felipe Calderón, se desea que el país recupere o asuma liderazgo en América Latina, para lo cual —se dice— Cuba es la llave. Sin embargo, si bien ese giro en la diplomacia mexicana implica recoger los pedazos de lo que fue destruido por Vicente Fox y sus cancilleres, no obliga a volver a la actitud dogmática de “hacerse de la vista gorda”.
Señalar lo que no funciona, denunciar las injusticias, en una palabra, criticar, no significa violentar el derecho de un pueblo a autodeterminarse, intervenir en él o imponerle ciertos esquemas, sino enarbolar y buscar difundir valores universales como la democracia, la libertad y la igualdad política, económica y social. Quizá de esa manera sea factible contribuir a que del relato de Liz, o del de cualquier otro turista que visite Cuba, puedan borrarse pasajes como el de los policías que no permiten a los propios isleños trasladarse libremente de una provincia a otra. Aun en su propio país.

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