Tuesday, August 08, 2006

Al encanto femenino [cuento]


Incrédulo, el hombre se mofaba de la sola idea de que una mujer la mitad de su tamaño pudiera mover un objeto tan imponente. Sentados en la cima de una colina, ambos observaban una enorme roca en medio de un apacible paisaje bañado por el sol del atardecer. Tratábase de un cuerpo gris pálido de tres metros de altura por cinco de largo y otros tantos de ancho; pesaba, quizá, un par de toneladas.
La Gran Piedra simplemente estaba ahí: era el sólido protagonista del cuadro, semejante a un meteorito que hubiera viajado por el universo amenazando con causar un daño considerable a cualquier pequeño planeta que osara cruzarse en su camino o con dejar huella en la superficie de alguna de las tantas lunas de Saturno. Un gigante inamovible. Fue esta última impresión, la de ser imbatible, lo que motivó la apuesta.
—Me juego lo que quieras a que puedo hacer que esa roca se mueva —retó ella—. Y sin sudar una gota —añadió.
En principio, el comentario no despertó más que una risa estrepitosa con burla apenas contenida. Sin embargo, su semblante confiado llamó la atención de él y provocó que poco a poco fuera deteniendo su júbilo.
—¿Hablas en serio? —preguntó.
—Claro. ¿Vas? Una semana de sueldo.
Seguro de sí, accedió. ¿Cómo perder una apuesta así? Imposible. Acordaron regresar al día siguiente. Fijaron como únicas condiciones que ella no podría utilizar ninguna herramienta ni mucho menos recurrir a maquinaria; tampoco podría pagar por recibir ningún tipo de auxilio; finalmente, tal como ella misma lo había asentado, no le estaba permitido sudar una gota.
Llegado el momento decisivo ella se apareció sin ningún material o utensilio. No obstante, a sus espaldas venía un ejército de diez hombres que en menos de un minuto logró mover la roca metro y medio de su ubicación original.
—¡Oye! —reclamó él—. Eso no era parte del trato.
—¿Cuál es el problema? No estoy rompiendo las reglas: no traje máquinas, no les he pagado ni un centavo y, sobre todo, ni siquiera me he acalorado.
En efecto, aquellos hombres no habían recibido dinero alguno. Bastó con que esa mañana, armada solamente con su coquetería y ternura naturales, ella recorriera las calles del pueblo para reclutar a su equipo. Empero, en todo este asunto existió otro argumento de mayor fuerza:
—No puedo creer que aceptaran venir hasta acá para mover esa cosa nada más por tu linda cara, sin la promesa de recibir la más mínima remuneración.
—A decir verdad —aclaró ella—, sí se les va a pagar, sólo que no voy a ser yo quien lo haga, sino tú. Cuando hablé con ellos para pedirles que vinieran, les dije que un joven deseaba mover esa piedra y daría buen dinero a cambio, pero le apenaba andar por el pueblo en busca de hombres para realizar la tarea y por eso me mandaba a mí.
Una vez saldada la deuda, aunque ella no se embolsó un céntimo, sí consiguió la nada despreciable sensación de haber triunfado. Él, por su parte, después de reconocer su derrota y superar el consecuente enojo, hubo de recordar que no se deben subestimar la mirada, la sonrisa, la belleza y, sobre todo, el ingenio de una mujer.

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