[Bitácora de una última clase]
Los españoles, explica la Historia, llegaron a costas mexicanas a principios del siglo XVI, alrededor de 1517. También cuenta que Hernán Cortés y sus hombres iniciaron la conquista de Tenochtitlán en 1519 y que, con el paso del tiempo, a raíz de las relaciones que se entablaron entre los europeos y los naturales —no siempre por la buena— se definieron distintas castas: peninsulares, criollos, indígenas y mestizos.
En esta línea, en Gonzalo Guerrero Eugenio Aguirre viaja al comienzo de este proceso de mezclas étnicas, religiosas y culturales para novelar la vida de quien es considerado el padre del mestizaje.
A fin de lograr un texto más personal, íntimo, Aguirre recurre preferentemente a la voz del propio Gonzalo Guerrero para conducir el relato, a excepción de un par de capítulos escritos en tercera persona que sirven, primero, para introducir la época y los personajes, y, segundo, para dar una pausa en la transición que se opera en la existencia del español una vez que éste se ha establecido en tierras mayas.
De esa manera, el autor narra cómo este hombre originario de Palos, avezado en la navegación y en la guerra, decide unirse a la embarcación comandada por Pedro de Valdivia, la Santa María de la Barca, a pesar de los oráculos que le auguran desgracias y de que con ello abandone a las mujeres que ha enamorado.
Asimismo, Aguirre describe la trágica travesía de la nao en su pretendido retorno a la isla La Española. Después de perder la carga, la mayor parte de la tripulación y la esperanza, el viaje concluye con un naufragio en las costas de Yucatán, donde los sobrevivientes son atacados por las tribus del lugar. Sólo se salvan doña Margarita Anzures, el padre Jerónimo Aguilar y Gonzalo Guerrero, y a la larga, tras lograr escapar y ser capturados por los pobladores de Xamanhá, únicamente los dos hombres quedan con vida.
Durante algún tiempo ambos subsisten bajo el yugo de la esclavitud, pero su conducta ejemplar les gana la confianza de Taxmar, el cacique, y en particular a Gonzalo Guerrero le vale ser regalado y recomendado a Na Chan Can, señor de Ichpaatún. Este hombre y esta ciudad, respectivamente, se convierten en el suegro y el nuevo pueblo del español, a los que a la postre habrá de defender de sus propios hermanos de la madre patria.
Me parece que en esta novela el autor logra narrar una historia épica y a la vez rescatar la belleza del lenguaje. Valga de muestra la metáfora con la que Gonzalo Guerrero define su condición de marinero: “Soy hijo del mar y el viento, del agua y el horizonte que se unen en el lecho del infinito, allá en donde el sol tiene su cama y Vulcano su terrible fragua”.
Igualmente, pienso que Eugenio Aguirre aprovecha la ocasión para lanzar un par de legítimas denuncias. La primera de ellas critica la arraigada visión machista de la historia oficial: el recuento de los hechos realizados por hombres como si sólo éstos hubiesen intervenido. De las mujeres que acompañaron a los conquistadores, el narrador apunta: “Son tremendas y, sin embargo, la historia las ignorará. Se olvidarán sus nombres, sus acciones. De ellas no quedará más rastro que el de una sombra indefinida, sin contornos que sirvan para identificarlas”.
La segunda denuncia va en contra de una de las prácticas más comunes en aquellas primeras décadas de la llamada Edad Moderna, a saber, la esclavitud a la que las metrópolis sometían a los pobladores de las colonias conquistadas. Es así como incluso el protagonista, un europeo, percibe las contradicciones y se indigna ante la actitud de sus compatriotas frente a los esclavos: “¿Cómo era posible que estos hombres, que se consideraban los más civilizados de la tierra y ejemplo de la cristiandad, disputasen riquezas y poder sobre la vida de unos desgraciados cuyo único pecado era tener un color diferente?”.
Tampoco está de sobra citar esta interpretación de los “alardes” de la guerra, “que elevan el polvo como si fuesen un remolino, como si de la tierra brotaran esputos del demonio que lanzan a los hombres a la locura y al frenesí de lo irracional, de lo bestial”, o, por otro lado, la descripción de los rituales prehispánicos —sacrificios incluidos— y de cómo, a lo largo de la conquista espiritual, éstos fueron combinándose o siendo suplantados por las creencias europeas, por la imagen y la noción de ese dios amoroso, barbado y montado en una cruz.
A mi juicio, Aguirre presenta una novela ágil y muy humana en el sentido de que los personajes consiguen transmitir su sentir al lector y pugnan por valores como la amistad, la lealtad y el sacrificio individual por el bienestar de la comunidad a la que se pertenece.
No obstante, creo que el final pudo ser más contundente. Es cierto que basta con investigar un poco para saber cuándo y bajo qué circunstancias murió Gonzalo Guerrero, y que tal vez ese hecho dificulte idear un cierre para una novela histórica sobre este personaje, pero creo que habría sido posible, por ejemplo, describir esos últimos instantes con mayor dramatismo, con más intensidad.
Ahora bien, no dejo de reconocer el esfuerzo del autor por reconstruir el contexto sociohistórico del inicio de la conquista española a territorio mexicano y la vida de un personaje tan poco conocido o mencionado en la cultura popular —aunque tal vez deba hablar solamente en lo que a mí respecta—, pero cuya participación en la construcción de este país encierra un simbolismo enorme: ser el padre del mestizaje, el primer hombre que contrajo matrimonio con una indígena y engendró hijos, los primeros frutos vivos de la unión entre españoles y mesoamericanos. No más, pero tampoco menos.
En esta línea, en Gonzalo Guerrero Eugenio Aguirre viaja al comienzo de este proceso de mezclas étnicas, religiosas y culturales para novelar la vida de quien es considerado el padre del mestizaje.
A fin de lograr un texto más personal, íntimo, Aguirre recurre preferentemente a la voz del propio Gonzalo Guerrero para conducir el relato, a excepción de un par de capítulos escritos en tercera persona que sirven, primero, para introducir la época y los personajes, y, segundo, para dar una pausa en la transición que se opera en la existencia del español una vez que éste se ha establecido en tierras mayas.
De esa manera, el autor narra cómo este hombre originario de Palos, avezado en la navegación y en la guerra, decide unirse a la embarcación comandada por Pedro de Valdivia, la Santa María de la Barca, a pesar de los oráculos que le auguran desgracias y de que con ello abandone a las mujeres que ha enamorado.
Asimismo, Aguirre describe la trágica travesía de la nao en su pretendido retorno a la isla La Española. Después de perder la carga, la mayor parte de la tripulación y la esperanza, el viaje concluye con un naufragio en las costas de Yucatán, donde los sobrevivientes son atacados por las tribus del lugar. Sólo se salvan doña Margarita Anzures, el padre Jerónimo Aguilar y Gonzalo Guerrero, y a la larga, tras lograr escapar y ser capturados por los pobladores de Xamanhá, únicamente los dos hombres quedan con vida.
Durante algún tiempo ambos subsisten bajo el yugo de la esclavitud, pero su conducta ejemplar les gana la confianza de Taxmar, el cacique, y en particular a Gonzalo Guerrero le vale ser regalado y recomendado a Na Chan Can, señor de Ichpaatún. Este hombre y esta ciudad, respectivamente, se convierten en el suegro y el nuevo pueblo del español, a los que a la postre habrá de defender de sus propios hermanos de la madre patria.
Me parece que en esta novela el autor logra narrar una historia épica y a la vez rescatar la belleza del lenguaje. Valga de muestra la metáfora con la que Gonzalo Guerrero define su condición de marinero: “Soy hijo del mar y el viento, del agua y el horizonte que se unen en el lecho del infinito, allá en donde el sol tiene su cama y Vulcano su terrible fragua”.
Igualmente, pienso que Eugenio Aguirre aprovecha la ocasión para lanzar un par de legítimas denuncias. La primera de ellas critica la arraigada visión machista de la historia oficial: el recuento de los hechos realizados por hombres como si sólo éstos hubiesen intervenido. De las mujeres que acompañaron a los conquistadores, el narrador apunta: “Son tremendas y, sin embargo, la historia las ignorará. Se olvidarán sus nombres, sus acciones. De ellas no quedará más rastro que el de una sombra indefinida, sin contornos que sirvan para identificarlas”.
La segunda denuncia va en contra de una de las prácticas más comunes en aquellas primeras décadas de la llamada Edad Moderna, a saber, la esclavitud a la que las metrópolis sometían a los pobladores de las colonias conquistadas. Es así como incluso el protagonista, un europeo, percibe las contradicciones y se indigna ante la actitud de sus compatriotas frente a los esclavos: “¿Cómo era posible que estos hombres, que se consideraban los más civilizados de la tierra y ejemplo de la cristiandad, disputasen riquezas y poder sobre la vida de unos desgraciados cuyo único pecado era tener un color diferente?”.
Tampoco está de sobra citar esta interpretación de los “alardes” de la guerra, “que elevan el polvo como si fuesen un remolino, como si de la tierra brotaran esputos del demonio que lanzan a los hombres a la locura y al frenesí de lo irracional, de lo bestial”, o, por otro lado, la descripción de los rituales prehispánicos —sacrificios incluidos— y de cómo, a lo largo de la conquista espiritual, éstos fueron combinándose o siendo suplantados por las creencias europeas, por la imagen y la noción de ese dios amoroso, barbado y montado en una cruz.
A mi juicio, Aguirre presenta una novela ágil y muy humana en el sentido de que los personajes consiguen transmitir su sentir al lector y pugnan por valores como la amistad, la lealtad y el sacrificio individual por el bienestar de la comunidad a la que se pertenece.
No obstante, creo que el final pudo ser más contundente. Es cierto que basta con investigar un poco para saber cuándo y bajo qué circunstancias murió Gonzalo Guerrero, y que tal vez ese hecho dificulte idear un cierre para una novela histórica sobre este personaje, pero creo que habría sido posible, por ejemplo, describir esos últimos instantes con mayor dramatismo, con más intensidad.
Ahora bien, no dejo de reconocer el esfuerzo del autor por reconstruir el contexto sociohistórico del inicio de la conquista española a territorio mexicano y la vida de un personaje tan poco conocido o mencionado en la cultura popular —aunque tal vez deba hablar solamente en lo que a mí respecta—, pero cuya participación en la construcción de este país encierra un simbolismo enorme: ser el padre del mestizaje, el primer hombre que contrajo matrimonio con una indígena y engendró hijos, los primeros frutos vivos de la unión entre españoles y mesoamericanos. No más, pero tampoco menos.
Epílogo (casi) fuera de lugar
“Bitácora de una última clase”, perdonen la explicación, es el nombre que he decidido dar al conjunto de textos que se deriven de mi asistencia a la cátedra de Literatura y Sociedad II, impartida por Ignacio Trejo Fuentes en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
¿Por qué crear esta especie de diario dedicado en exclusivo a consignar lo que ocurra en la clase? No es sólo que el tema de la materia —la literatura y cómo se refleja la realidad social en determinados contextos históricos a través de ésta— me apasiona; tampoco se debe nada más a que, como le he comentado a mucha gente, he tenido que aguardar varios semestres para poder tomar un curso con quien es un periodista, escritor y crítico literario reconocido; es también, y en primera instancia, que oficialmente esta asignatura será la última que curse como estudiante de licenciatura.
Terminada la acotación, ofrezco a ustedes una nueva disculpa, o mejor, una justificación a la nostalgia anticipada: quiero hacer de ésta una experiencia, en el amplio sentido de la palabra, memorable.
FICHA BIBLIOGRÁFRICA:
AGUIRRE, Eugenio. Gonzalo Guerrero. México, Punto de Lectura, 2004.
No comments:
Post a Comment