[Bitácora de una última clase]
El tiempo, las enseñanzas transmitidas de generación en generación y los intereses de grupo contribuyen a la construcción de imaginarios colectivos —mitos— que nos llevan a sentir admiración, simpatía o respeto por ciertos personajes históricos. De esa manera, por nombrar sólo un ejemplo, los navegantes de los siglos XV y XVI, entre ellos Cristóbal Colón o Fernando de Magallanes, suelen evocar valentía, arrojo, espíritu de aventura.
Por el contrario, existen otras figuras que, ya sea por su actuación en los hechos que los tocó vivir o por prejuicios —mitos también— que rayan en el linchamiento, son repudiadas o, cuando menos, marcadas con el no muy prestigioso signo de la ambigüedad. Este último, me parece, es el caso de Malinalli, la indígena que sirvió de intérprete a Hernán Cortés. Malinalli, sí, o en todo caso doña Marina, no Malinche, porque, según lo plantea Marisol Martín del Campo en su novela Amor y conquista, “Malinche” era el propio Cortés, es decir, en náhuatl, “el capitán de Malinalli”.
En este texto, precedido por una exhaustiva investigación histórica, la autora se da a la tarea de reivindicar a Malinalli. La presenta no como a la mujer que sin escrúpulos traicionó a los suyos, sino como a aquella que de niña, hija de una familia pobre en época de hambruna, fue vendida por sus padres a cambio de algo que les permitiera sustentar a sus hermanos. Una mujer que fue esclava: primero de los mayas, luego de los españoles. Una mujer que encontró la pasión y el amor en Alonso Hernández Portocarrero y después en el nacom Cortés. Una mujer que, a la larga, a fuerza de convivir y entender a los europeos —en particular a hombres como Juan Pérez de Arteaga o el mismo Bernal Díaz del Castillo—, terminó identificándose más con ellos que con su propia etnia.
Así pues, Amor y conquista puede considerarse, en primera instancia, una obra regida por la feminidad. Es, por así decirlo, sin dejo alguno de sexismo, una defensa “de mujer a mujer”. Sólo una escritora —no un escritor— podía haberse adentrado a ese grado en la vida, la mente y los sentimientos de su protagonista, imaginado sus reacciones y comprendido sus dichas y sufrimientos. “Qué fácil era vivir con un único camino por delante, segura de la verdad enseñada, creyendo en la solidez de tu mundo”, tal es la frase que Martín del Campo pone en boca de Malinalli para expresar su confusión ante los cambios y los caóticos momentos que debió enfrentar.
Valga agregar que invariablemente la autora se vale de otras mujeres para narrar el relato de la Conquista y reparar en las condiciones particulares de éstas durante aquel periodo. Aparecen, por ejemplo, la ciuatlatoani Miahuaxochitl, Ozlaxuichitl, su ayudante, y la princesa Tecuichpotzin, quien fuera esposa de Cuauhtemoc, el último emperador mexica.
En otro ámbito, en tanto novela histórica este libro es una reconstrucción de hechos, y si bien es cierto que podría señalarse un “sesgo” o “parcialidad” en el tratamiento de los acontecimientos dado que es evidente la inclinación por el lado indígena, la obra cumple con el propósito de proponer y exponer otra versión, la “visión de los vencidos” en palabras de Miguel León Portilla. Además, pese a sus preferencias, a través de Malinalli Martín del Campo se da espacio para una crítica general: “[...] ya he aprendido que la guerra es violencia, sangre, destrucción. Y he visto que todos los hombres, sean mexicas, españoles, tlaxcaltecas, son dadores de muerte, todos desean más tierras, más esclavos, más dominios, más poder”.
Dentro de esa visión, desde la perspectiva de la gramática ortodoxa, aunque un servidor podría acusar alguna falta de rigor en la puntuación, es posible que, como la propia autora lo aclara, la construcción de sus enunciados, al igual que el uso de vocablos indígenas en lengua original, tenga la finalidad de reproducir y proyectar lo más fielmente posible el pensar y el sentir de los pueblos prehispánicos.
Hasta aquí he dicho que la novela de Marisol Martín del Campo es una defensa “de mujer a mujer”, de la escritora hacia su protagonista. También he comentado que es una reconstrucción de hechos históricos desde el punto de vista de quienes fueron conquistados.
Pues bien, en tercer lugar —y con este aspecto deseo cerrar— , el libro es asimismo un compendio de reflexiones sobre el amor. Algunas de ellas, como la siguiente, poseen un erotismo notable: “En esos encuentros no somos ni Malinalli ni el capitán Cortés, somos un hombre y una mujer que se atraen y se sacian, no tenemos dioses, reglas, convenciones, sólo hambre de nuestros cuerpos”.
Otras, en su aparente simpleza, guardan significaciones profundas. Cito dos: “[...] uno nota cuando dos personas se gustan, cuando semejan dos ramas del mismo árbol”, y “[...] el amor se refleja en el instante de más que dura una mirada o una caricia [...]”.
Unas más, por último, gracias a su certeza, me dejan admirado. “El crecer junto a alguien crea lazos difíciles de romper [...]”, se reza evocando la vida, el camino que se ha compartido con fraternidad. O ésta, que dicta con toda sabiduría: “[...] será que cuando amamos a alguien recto nos volvemos mejores”. Sin temor a equivocarme, suscribo ambas.
Por el contrario, existen otras figuras que, ya sea por su actuación en los hechos que los tocó vivir o por prejuicios —mitos también— que rayan en el linchamiento, son repudiadas o, cuando menos, marcadas con el no muy prestigioso signo de la ambigüedad. Este último, me parece, es el caso de Malinalli, la indígena que sirvió de intérprete a Hernán Cortés. Malinalli, sí, o en todo caso doña Marina, no Malinche, porque, según lo plantea Marisol Martín del Campo en su novela Amor y conquista, “Malinche” era el propio Cortés, es decir, en náhuatl, “el capitán de Malinalli”.
En este texto, precedido por una exhaustiva investigación histórica, la autora se da a la tarea de reivindicar a Malinalli. La presenta no como a la mujer que sin escrúpulos traicionó a los suyos, sino como a aquella que de niña, hija de una familia pobre en época de hambruna, fue vendida por sus padres a cambio de algo que les permitiera sustentar a sus hermanos. Una mujer que fue esclava: primero de los mayas, luego de los españoles. Una mujer que encontró la pasión y el amor en Alonso Hernández Portocarrero y después en el nacom Cortés. Una mujer que, a la larga, a fuerza de convivir y entender a los europeos —en particular a hombres como Juan Pérez de Arteaga o el mismo Bernal Díaz del Castillo—, terminó identificándose más con ellos que con su propia etnia.
Así pues, Amor y conquista puede considerarse, en primera instancia, una obra regida por la feminidad. Es, por así decirlo, sin dejo alguno de sexismo, una defensa “de mujer a mujer”. Sólo una escritora —no un escritor— podía haberse adentrado a ese grado en la vida, la mente y los sentimientos de su protagonista, imaginado sus reacciones y comprendido sus dichas y sufrimientos. “Qué fácil era vivir con un único camino por delante, segura de la verdad enseñada, creyendo en la solidez de tu mundo”, tal es la frase que Martín del Campo pone en boca de Malinalli para expresar su confusión ante los cambios y los caóticos momentos que debió enfrentar.
Valga agregar que invariablemente la autora se vale de otras mujeres para narrar el relato de la Conquista y reparar en las condiciones particulares de éstas durante aquel periodo. Aparecen, por ejemplo, la ciuatlatoani Miahuaxochitl, Ozlaxuichitl, su ayudante, y la princesa Tecuichpotzin, quien fuera esposa de Cuauhtemoc, el último emperador mexica.
En otro ámbito, en tanto novela histórica este libro es una reconstrucción de hechos, y si bien es cierto que podría señalarse un “sesgo” o “parcialidad” en el tratamiento de los acontecimientos dado que es evidente la inclinación por el lado indígena, la obra cumple con el propósito de proponer y exponer otra versión, la “visión de los vencidos” en palabras de Miguel León Portilla. Además, pese a sus preferencias, a través de Malinalli Martín del Campo se da espacio para una crítica general: “[...] ya he aprendido que la guerra es violencia, sangre, destrucción. Y he visto que todos los hombres, sean mexicas, españoles, tlaxcaltecas, son dadores de muerte, todos desean más tierras, más esclavos, más dominios, más poder”.
Dentro de esa visión, desde la perspectiva de la gramática ortodoxa, aunque un servidor podría acusar alguna falta de rigor en la puntuación, es posible que, como la propia autora lo aclara, la construcción de sus enunciados, al igual que el uso de vocablos indígenas en lengua original, tenga la finalidad de reproducir y proyectar lo más fielmente posible el pensar y el sentir de los pueblos prehispánicos.
Hasta aquí he dicho que la novela de Marisol Martín del Campo es una defensa “de mujer a mujer”, de la escritora hacia su protagonista. También he comentado que es una reconstrucción de hechos históricos desde el punto de vista de quienes fueron conquistados.
Pues bien, en tercer lugar —y con este aspecto deseo cerrar— , el libro es asimismo un compendio de reflexiones sobre el amor. Algunas de ellas, como la siguiente, poseen un erotismo notable: “En esos encuentros no somos ni Malinalli ni el capitán Cortés, somos un hombre y una mujer que se atraen y se sacian, no tenemos dioses, reglas, convenciones, sólo hambre de nuestros cuerpos”.
Otras, en su aparente simpleza, guardan significaciones profundas. Cito dos: “[...] uno nota cuando dos personas se gustan, cuando semejan dos ramas del mismo árbol”, y “[...] el amor se refleja en el instante de más que dura una mirada o una caricia [...]”.
Unas más, por último, gracias a su certeza, me dejan admirado. “El crecer junto a alguien crea lazos difíciles de romper [...]”, se reza evocando la vida, el camino que se ha compartido con fraternidad. O ésta, que dicta con toda sabiduría: “[...] será que cuando amamos a alguien recto nos volvemos mejores”. Sin temor a equivocarme, suscribo ambas.
FICHA BIBLIOGRÁFICA:
MARTÍN DEL CAMPO, Marisol. Amor y conquista [1999]. Barcelona, Planeta, Booket, 2002.
1 comment:
Dudar de la versión oficial de la historia y de su caudal de héroes y villanos es siempre, cuando menos, un ejercicio sano...
Sin embargo, es conveniente dudar de los aciertos de quien hace hablar (en primera persona) a personajes con más de 400 años muertos (sobre todo si, como se sabe, ellos mismos no eran capaces de dejar testimonio de sus pensamientos íntimos -que una cosa es ser políglota y otra, muy distinta, saber leer y escribir-)
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