[Foro Internacional, columna]
Una vez más Irak está de luto. Este jueves 23 de noviembre la nación islámica vivió, de acuerdo con información de El País, la mayor jornada de violencia desde el inicio de la invasión estadounidense a su territorio en marzo de 2003: ataques coordinados compuestos por la explosión de cuatro coches-bomba y fuego de mortero en el barrio chiíta de Ciudad Sáder dejaron al menos 160 muertos y 250 heridos.
En línea con el diario español, estos siniestros no son algo distinto que la continuación del odio sectario que ha echado raíces en Irak, de los enfrentamientos entre la mayoría chiíta y la minoría sunita, grupos étnicos que representan, respectivamente, el 60 y el 15 por ciento de la población iraquí.
Así, el primer antecedente de lo ocurrido se remonta a febrero, cuando fue destrozada la Mezquita Dorada de Samarra, importante templo chiíta. De esa acometida derivó como respuesta la creación de los “escuadrones de la muerte”, que han perpetrado atentados en contra de los sunitas y presuntamente están liderados por el líder radical Múqtada al Sáder, hijo del ayatolá Mohamed Sadek al Sáder, en cuyo honor fue nombrado el barrio recién atacado. Las explosiones del jueves, entonces, equivaldrían a las represalias de los sunitas por causa de las repetidas ofensas de los “escuadrones” chiítas.
Ante este panorama —producto de la tensión política, social, étnica y religiosa que se vive en Irak— resulta inquietante no sólo que a principios de este mes de noviembre se diera a conocer la sentencia de muerte al ex dictador Saddam Hussein, sino que las actuales autoridades de aquel país minimizaran las posibles reacciones de este veredicto. El propio primer ministro, Nuri Kamal al-Maliki, en declaraciones reproducidas por The New York Times, mencionó que Hussein “está encarando el castigo que merece. Su sentencia no representa nada porque ejecutarlo no vale la sangre que derramó. Pero esto quizá reconforte un poco a las familias de los mártires”.
En ese mismo tenor, el embajador de Estados Unidos en Irak, Zalmay Khalilzad, calificó el veredicto del tribunal especial como “una importante piedra angular en la construcción de una sociedad libre. A pesar de que los iraquíes puedan enfrentar días difíciles en las próximas semanas —añadió—, cerrar el libro de Saddam Hussein y su régimen es una oportunidad para unir y construir un futuro mejor”.
Con esta actitud, tanto el premier iraquí como el diplomático estadounidense olvidan los matices, lo complejo este mundo, demuestran falta de sensibilidad política: si bien es cierto que Hussein merecía “enfrentar su castigo”, es decir, asumir su responsabilidad por crímenes contra la humanidad (fue condenado por el asesinato de 150 chiítas de la aldea de Dujail a principios de los 80, aunque igualmente enfrenta cargos por la muerte de nada menos que 50 mil personas durante la campaña militar de 87-88 en el Kurdistán), también lo es que la figura del ex dictador, de origen sunita, divide, exacerba los ánimos de sus partidarios y detractores.
Y en un ambiente tan polarizado, dictar sentencia de muerte a un personaje que despierta tantos y tan intensos sentimientos puede resultar por demás peligroso. Desde el punto de vista simbólico, llevar a la horca a Saddam Hussein es una afrenta para la comunidad sunita, ya de por sí molesta por encontrarse relegada del poder que detenta la coalición kurdo-chiíta así como por la presencia extranjera en su territorio. Por otra parte, desde el más abierto pragmatismo, significa el pretexto perfecto para incrementar los ataques contra la mayoría dominante y la resistencia contra la ocupación militar encabezada por EU.
Hasta este punto, aunque con distintos argumentos, organismos internacionales como Human Rights Watch, el Consejo de Europa y la misma Unión Europa han rechazado tal sentencia. Mientras que la ONG ha puesto en duda lo justo y legítimo del juicio, tanto el Consejo como la UE han recordado su oposición a la pena de muerte y han hecho énfasis en la necesidad de tratar a Hussein como un criminal sin convertirlo en “mártir”.
A todo esto no es ocioso pensar —o repensar, mejor dicho— los costos que ha reportado la guerra en Irak. Si no que lo digan Madrid y el ex presidente del gobierno español, José María Aznar; o que lo digan Londres y el todavía primer ministro británico Tony Blair; o que, por fin, lo admita el propio George W. Bush, a quien esta fallida empresa, que se halla a un pelo de transformarse en un “segundo Vietnam”, acaba de pasarle la factura en las elecciones parlamentarias en su país a través de la pérdida de la mayoría republicana en el Senado y la Cámara de Representantes.
Finalmente, que lo diga el pueblo de Irak, sin duda el más afectado. En algo tiene razón Zalmay Khalilzad: los iraquíes enfrentarán semanas difíciles. La violencia étnica continuará y, a pesar de que la sentencia de Hussein deberá ser ratificada o desechada por la sala de apelaciones de la corte antes de ser ejecutada, su posibilidad flotará en el aire. Ojalá que los jueces que la revisen entiendan que sustituir la horca por una celda no significa dejar de castigar y someterse al miedo que generan los sunitas radicales, sino evitar, en términos llanos, que la sangre llegue al río. ¿O acaso tendremos que calcular la proporción de cuántas vidas civiles más costará la del ex dictador?
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