Un sabor amargo inundaba mi boca. Sentía una capa áspera sobre los dientes y la lengua, como aquella que se forma cuando uno se va a dormir sin antes haberse cepillado, sólo que ésta era más gruesa y pesada. No me daba vueltas la cabeza, no estaba mareado. Sin embargo, sí sentía una molesta punzada en el lado derecho de la nuca. Me dolía el cuerpo. En suma, estaba crudo.
Todavía con los ojos cerrados intentaba recordar qué había ocurrido la noche anterior, ¿o debo decir la madrugada de hoy, hace quizá sólo apenas unas horas? Yacía bocabajo, recostado en un juego de colchones y cobijas dispuestos sobre el suelo. Decidí voltear hacia mi izquierda y lo que vi comenzó a darme algunos indicios, algunas explicaciones. Ahí se encontraba David, mi primo, bien jetón. Le seguían Carlos y Ana, también dormidos; más allá Luis y Armando, acomodados en el sillón.
Estábamos en la sala de casa de Fernando. Era —creo— la mañana del sábado. El viernes habíamos tenido fiesta. O algo así. En todo caso, puede ser que chesta o peda sean conceptos más precisos.
Tal parece que sí había acudido mucha gente. Al fondo del cuarto, pegada a la pared, estaba la mesa, encima de la cual descansaban botellas de Coca y de Squirt vacías, bolsas de chicharrones repletas de basura, cáscaras de limón, ceniceros copados de colillas, un tequila y un pomo (un Antillano blanco, al que desde hacía un tiempo apodábamos cariñosamente el “Antihumano”). Alcancé a divisar que debajo del mueble había dos cartones de caguamas y, junto a ellos, lo que quedaba de un par de panalitos de mezcal.
Ante esa visión de los saldos de la noche anterior —o, corrijo, de la madrugada de ese día—, mi organismo no tardó en reclamar: una terrible arcada acuchilló mi estómago. Sentí asco.
Empezaba, no obstante, a hacer memoria. Nosotros —Ana, Carlos, David y yo— habíamos llegado como a las ocho y media o nueve. En efecto, mucha gente atendió a la invitación. No conocía a la mayoría o únicamente los ubicaba de vista. Eran güeyes de la prepa, de sexto, por tanto, dos generaciones arriba de la mía.
Al principio, francamente, la música estaba medio chafa. Los falsos freskis que esa noche querían hacerse pasar por amigos de Fernando exigían escuchar electrónica, los que ya andaban medio entonados cumbia, y uno que otro borracho prematuro ya pedía las clásicas —por no decir choteadas y aberrantes— rolas de Inspector.
Como siempre ocurría en casos similares, hicimos nuestro círculo aparte, recolectamos la vaca, fuimos por unas chelas y nos pusimos a chupar y a criticar a los posers que se creían muy rudos por escuchar a Limp Bizkit para después enfrascarnos en una de nuestras eternas discusiones: ¿quién era el mejor guitarrista del planeta?
—La neta Tom Morello —asentó Carlos—. ¿Has visto el video en el que desconecta su lira y toca con el enchufe? ¿O la pedalera que trae? ¿Y todos los sonidos que saca?
—No mames —lo frenó, tajante, Ana, su novia—. Kirk Hammett está más cabrón.
—¿Tú qué dices, pinche Agus?
—¿Eh?
Sí, andaba en la pendeja. Tenía suficientes motivos para estarlo. A esa fiesta, se suponía, iría Susana. De acuerdo con mis cálculos llegaría de un momento a otro. Aunque habíamos cortado, yo mismo la invité. Si ni siquiera me había dolido... ¡Okay, okay! Ella me había cortado a mí, y sí, precisamente por eso le pedí que fuera. Quería que regresáramos. Y bueno, finalmente ella había aceptado ir, ¿no? Tenía posibilidades...
—Ya párate, cabrón —Fernando interrumpió mis remembranzas—. No mames, dejaste el baño hecho un desmadre.
—¿Qué?
—¿Apoco no te acuerdas? Así andabas. Total, al rato me ayudas. Voy por consomé y barbacoa. ¿Qué, vas a querer?
Para ese momento, tanta era mi náusea que la imagen de un humeante y picoso consomé acompañado de sendos tacos de maciza, en otras ocasiones casi cercana a un atisbo al paraíso, me causó una repulsión tremenda. Las arcadas vinieron otra vez.
—No, güey. Gracias.
—¿Crudito? Ay, pinche Agus— tomó su chamarra y enfiló rumbo a la puerta.
—Oye —intenté detenerlo—, ¿qué pasó ayer?, ¿qué hice?
—¿En serio no te acuerdas? —dijo mientras seguía avanzando.
—Por eso te pregunto —repuse ya algo molesto.
—Ay, no mames. No te creo.
—¡Dime!
—¡Acuérdate! —gritó desde el zaguán, salió y cerró.
Hijo de la chingada, pensé. Me dejó con la duda. Pero, ¿qué carajos pasó?
Retomé mis esfuerzos por reconstruir los sucesos. Y, pese a todo, la historia comenzaba a adquirir forma: teníamos fiesta (o algo parecido) en casa de Fernando, llegamos, había mucha gente, esperaba a Susana. Por supuesto, estaba nervioso.
Habíamos abandonado el debate acerca de los guitarristas, como siempre, y como en muchos otros casos, sin obtener resultados. Así pues, de la discusión pasamos a la autocomplacencia, o sea, a los juicios en los que todos coincidíamos.
—¿Ya escuchaste el nuevo disco de System of a Down? —inquirió Carlos—. No ma..., está bien cabrón. Ese bataco parece pulpo.
—Neta, está bien chido— secundó David.
Para ese entonces logramos desplazar a los freskis que apañaron el estero. Nos apropiamos de él y pusimos a Pantera. Carlos movía la cabeza cual headbanger e imitaba los gritos de su ídolo, Phil Anselmo. Por mi parte, aunque los riffs del ahora difunto Diamond Darrell o el vigor de Vinnie Paul me llegaban a la médula, y de que me moría de ganas por tomar mi airguitar o sentarme en mi batería imaginaria, trataba de contenerme. Sin importar que Susana ya me había visto hacerlo en un sinnúmero de veces, esta ocasión no quería que me sorprendiera lanzando golpes a la nada como un vil loco.
Las nueve y media. Ella aún no se aparecía. Por ende, mis nervios iban en aumento. Las preguntas me torturaban: ¿y si no venía?, ¿y si solamente me había dado el avión?, ¿y si de plano ya no quiere nada conmigo? ¡Vale madres! Pero, a los pocos minutos, llegó.
Me dejó en la baba. Lucía guapísima: acababa de pintarse el cabello de rojo y lo traía suelto; vestía un pantalón negro y entallado, y una blusita azul con los hombros descubiertos; sus ojos cafés, enmarcados por sus largas pestañas rizadas, irradiaban luz.
Sin embargo, el encanto duró poco. Detrás de ella, ¡y tomado de su mano!, entró el imbécil de Rodrigo, uno de tantos fósiles de la prepa que se parapetaban en su edad y su supuesta “experiencia en la vida” para apantallar chavitas. Por desgracia, con cierta frecuencia lo lograban.
De inmediato mis cuates captaron la situación.
—¿Qué pedo? ¿No era esa tu chava? —me preguntó Luis. Él y Armando acababan de llegar.
—Era... —respondí lacónico.
Más que enojado me sentí desconcertado. Tenía que averiguar qué ocurría. ¿Eran novios? Imposible. ¿O no?
—Ahorita vengo.
Eché a andar rumbo a donde se encontraban, decidido a... ¿A qué? ¿Qué planeaba hacer? ¿Reclamarle? No éramos más que amigos. Por lo demás, simplemente me habría visto fatal al asumir el papel del celoso, posesivo, hermético y ridículo ex novio. En el trayecto, por fortuna, rectifiqué la estrategia.
—Hola, Susana. ¿Cómo estás? —me dirigí a ella—. ¿Qué onda? —saludé cordial a aquel intruso, aunque, evidentemente, se me retorcían las tripas.
—Bien, gracias. ¿Y tú qué tal? —Susana sonrió mientras el estorbo apenas había asentido y, sin disimulo, me barría como si yo fuera quien desentonara en el cuadro.
—Qué bueno que viniste —a pesar de mi diplomacia, no podía hablar en plural. —Ojalá te la pases a gusto. Voy a andar por allá por si necesitas algo.
—Bueno, gracias —dijo con amabilidad.
—Oye, güey —irrumpió el lastre—. Consígueme una chela, ¿no?
—Ajá —apenas pude contener mi enojo y expresar ese ambiguo monosílabo. Claro está, no le conseguí nada. Mi cordialidad tiene límites.
De pronto recibí un codazo en las costillas. David se dio la vuelta, se acomodó y despertó.
—¿Qué onda, Agus?
—¿Qué pasó, David?
—No mames, te pusiste bien pedo ayer.
Sus palabras fueron como un llamado a la tropa. Carlos y Ana se desperezaron; Luis y Armando también; Fernando regresó con el desayuno.
—Pinche Agus, qué desmadre te traías —se burló Carlos.
Todos rieron y, por fin, me explicaron lo sucedido. Según su relato (yo sigo sin acordarme de todo), ver a Susana con aquel idiota me cayó bastante mal, aunque todavía peor me sentó todo el alcohol que bebí en las siguientes horas, en especial los panalitos de mezcal cuyos restos quedaron debajo de la mesa. Un clásico caso de intoxicación etílica producto de una depresión amorosa, pudo haber diagnosticado cualquier doctor. En términos llanos, como dicen los que de eso saben, me puse a chupar, hasta la madre, por una vieja. Obviamente acabé en el baño de Fernando visitando al monstruo de porcelana, o, para olvidar los eufemismos, guacareando de briago, pues.
Lo anterior aclaraba el porqué de mis lagunas mentales, del mal sabor de boca, del dolor de cabeza, del cuerpo cortado y de la momentánea repulsión hacia la barbacoa. Pero, estaba seguro, había algo más, algo que me tenía inquieto, preocupado... ¡Claro! ¿Susana me vio así, haciendo todo ese relajo? ¡En la torre! Hube de quedarme con la duda durante el resto del fin de semana, porque ese espantoso remedo de mezcal había disuelto mi memoria, y ninguno de mis amigos —que sí agarraron una jarra memorable, de esas que hasta da gusto evocar— sabía a qué hora se había ido Susana y, por tanto, si contempló o no mi patético espectáculo.
Sábado y domingo se me fueron en curarme la cruda, dormir, dizque hacer tarea y torturarme pensando con qué cara llegaría a la prepa el lunes si el rumor se había esparcido —lo que era lo más probable— o, peor aún, si ella había sido testigo de todo. Para colmo, por cierto, los Pumas perdieron con el América en esas fechas.
Pero inició la semana. Llegué temprano y entré a la escuela como si no quisiera que nadie se percatase de mi presencia. (Para ser franco, no lo quería.) Caminé rumbo al salón donde teníamos clase. Todavía no arribaba la maestra: la mayoría de los escasos compañeros que también habían madrugado esperaban afuera.
Me asomé al salón. Ahí estaba Susana. Sola. Me brincó el corazón y empezaron a sudarme las manos. No obstante, si quería hablar con ella y averiguar si estaba enterada de mi ridículo ese era el momento. Saqué valor no sé de dónde y entré como si nada. Me acerqué. Saludé tranquilo haciendo acopio de un aplomo hasta ese instante desconocido para mí.
—Hola —dije.
Levantó la mirada de su libro, el Diario de Lecumberri de Álvaro Mutis.
—Hola —respondió.
Su indiferencia inicial me alarmó.
—¿Qué tienes?
—Nada... Sueño... Bueno, no. Tuve un mal fin de semana.
—¿Te peleaste con tu galán?
Frunció en entrecejo, sonrió y, finalmente, preguntó:
—¿Cuál galán?
—El chavo con el que fuiste a casa de mi amigo.
—¿Quién? ¿Rodrigo? ¡Ay, no! Quiere conmigo y el viernes se me pegó. Me estaba ligando; pero no, es un odioso. De hecho ahí empezó mal mi fin de semana.
—¿Por?
—Ay, ni me dejó disfrutar la fiesta. Desde que llegamos no me soltaba. Además, ¿tú crees?, después de que fuiste a saludarme se puso bien celoso. Y eso que no somos nada. Empezó a molestarme con que se veía que yo todavía quería andar contigo y no sé qué más.
—¿Y a qué hora se fueron? —fingí no haberle dado importancia a su última frase.
—Como a la media hora. La verdad me hartó y le inventé que tenía que regresar temprano a mi casa. Ya ni te vi para despedirme. ¿Cómo te la pasaste?
—¿Nadie te ha contado nada?
—No, ¿qué pasó?
—N... No, nada.
A esas alturas todo iba de maravilla como para cometer el error de hablar de más. Susana no andaba con Rodrigo; por el contrario, según me explicó, él se había puesto celoso de mí. Y, por si esto resultase poca cosa, ella se fue temprano de casa de Fernando, lo que significaba que no había visto mi show. Aunque aún quedaba la posibilidad de que se hubiera enterado por otro lado; los informantes —los chismosos y chismosas que tanto abundaban en la prepa— nunca brillaban por su ausencia.
En esas conjeturas me sumergía cuando, de repente, sus siguientes palabras hicieron que el que se estuviera al tanto o no de mis peripecias en el baño del Fer perdieran importancia:
—Oye —dijo—, ¿qué vas a hacer el viernes? Te invito a una fiesta.
Todavía con los ojos cerrados intentaba recordar qué había ocurrido la noche anterior, ¿o debo decir la madrugada de hoy, hace quizá sólo apenas unas horas? Yacía bocabajo, recostado en un juego de colchones y cobijas dispuestos sobre el suelo. Decidí voltear hacia mi izquierda y lo que vi comenzó a darme algunos indicios, algunas explicaciones. Ahí se encontraba David, mi primo, bien jetón. Le seguían Carlos y Ana, también dormidos; más allá Luis y Armando, acomodados en el sillón.
Estábamos en la sala de casa de Fernando. Era —creo— la mañana del sábado. El viernes habíamos tenido fiesta. O algo así. En todo caso, puede ser que chesta o peda sean conceptos más precisos.
Tal parece que sí había acudido mucha gente. Al fondo del cuarto, pegada a la pared, estaba la mesa, encima de la cual descansaban botellas de Coca y de Squirt vacías, bolsas de chicharrones repletas de basura, cáscaras de limón, ceniceros copados de colillas, un tequila y un pomo (un Antillano blanco, al que desde hacía un tiempo apodábamos cariñosamente el “Antihumano”). Alcancé a divisar que debajo del mueble había dos cartones de caguamas y, junto a ellos, lo que quedaba de un par de panalitos de mezcal.
Ante esa visión de los saldos de la noche anterior —o, corrijo, de la madrugada de ese día—, mi organismo no tardó en reclamar: una terrible arcada acuchilló mi estómago. Sentí asco.
Empezaba, no obstante, a hacer memoria. Nosotros —Ana, Carlos, David y yo— habíamos llegado como a las ocho y media o nueve. En efecto, mucha gente atendió a la invitación. No conocía a la mayoría o únicamente los ubicaba de vista. Eran güeyes de la prepa, de sexto, por tanto, dos generaciones arriba de la mía.
Al principio, francamente, la música estaba medio chafa. Los falsos freskis que esa noche querían hacerse pasar por amigos de Fernando exigían escuchar electrónica, los que ya andaban medio entonados cumbia, y uno que otro borracho prematuro ya pedía las clásicas —por no decir choteadas y aberrantes— rolas de Inspector.
Como siempre ocurría en casos similares, hicimos nuestro círculo aparte, recolectamos la vaca, fuimos por unas chelas y nos pusimos a chupar y a criticar a los posers que se creían muy rudos por escuchar a Limp Bizkit para después enfrascarnos en una de nuestras eternas discusiones: ¿quién era el mejor guitarrista del planeta?
—La neta Tom Morello —asentó Carlos—. ¿Has visto el video en el que desconecta su lira y toca con el enchufe? ¿O la pedalera que trae? ¿Y todos los sonidos que saca?
—No mames —lo frenó, tajante, Ana, su novia—. Kirk Hammett está más cabrón.
—¿Tú qué dices, pinche Agus?
—¿Eh?
Sí, andaba en la pendeja. Tenía suficientes motivos para estarlo. A esa fiesta, se suponía, iría Susana. De acuerdo con mis cálculos llegaría de un momento a otro. Aunque habíamos cortado, yo mismo la invité. Si ni siquiera me había dolido... ¡Okay, okay! Ella me había cortado a mí, y sí, precisamente por eso le pedí que fuera. Quería que regresáramos. Y bueno, finalmente ella había aceptado ir, ¿no? Tenía posibilidades...
—Ya párate, cabrón —Fernando interrumpió mis remembranzas—. No mames, dejaste el baño hecho un desmadre.
—¿Qué?
—¿Apoco no te acuerdas? Así andabas. Total, al rato me ayudas. Voy por consomé y barbacoa. ¿Qué, vas a querer?
Para ese momento, tanta era mi náusea que la imagen de un humeante y picoso consomé acompañado de sendos tacos de maciza, en otras ocasiones casi cercana a un atisbo al paraíso, me causó una repulsión tremenda. Las arcadas vinieron otra vez.
—No, güey. Gracias.
—¿Crudito? Ay, pinche Agus— tomó su chamarra y enfiló rumbo a la puerta.
—Oye —intenté detenerlo—, ¿qué pasó ayer?, ¿qué hice?
—¿En serio no te acuerdas? —dijo mientras seguía avanzando.
—Por eso te pregunto —repuse ya algo molesto.
—Ay, no mames. No te creo.
—¡Dime!
—¡Acuérdate! —gritó desde el zaguán, salió y cerró.
Hijo de la chingada, pensé. Me dejó con la duda. Pero, ¿qué carajos pasó?
Retomé mis esfuerzos por reconstruir los sucesos. Y, pese a todo, la historia comenzaba a adquirir forma: teníamos fiesta (o algo parecido) en casa de Fernando, llegamos, había mucha gente, esperaba a Susana. Por supuesto, estaba nervioso.
Habíamos abandonado el debate acerca de los guitarristas, como siempre, y como en muchos otros casos, sin obtener resultados. Así pues, de la discusión pasamos a la autocomplacencia, o sea, a los juicios en los que todos coincidíamos.
—¿Ya escuchaste el nuevo disco de System of a Down? —inquirió Carlos—. No ma..., está bien cabrón. Ese bataco parece pulpo.
—Neta, está bien chido— secundó David.
Para ese entonces logramos desplazar a los freskis que apañaron el estero. Nos apropiamos de él y pusimos a Pantera. Carlos movía la cabeza cual headbanger e imitaba los gritos de su ídolo, Phil Anselmo. Por mi parte, aunque los riffs del ahora difunto Diamond Darrell o el vigor de Vinnie Paul me llegaban a la médula, y de que me moría de ganas por tomar mi airguitar o sentarme en mi batería imaginaria, trataba de contenerme. Sin importar que Susana ya me había visto hacerlo en un sinnúmero de veces, esta ocasión no quería que me sorprendiera lanzando golpes a la nada como un vil loco.
Las nueve y media. Ella aún no se aparecía. Por ende, mis nervios iban en aumento. Las preguntas me torturaban: ¿y si no venía?, ¿y si solamente me había dado el avión?, ¿y si de plano ya no quiere nada conmigo? ¡Vale madres! Pero, a los pocos minutos, llegó.
Me dejó en la baba. Lucía guapísima: acababa de pintarse el cabello de rojo y lo traía suelto; vestía un pantalón negro y entallado, y una blusita azul con los hombros descubiertos; sus ojos cafés, enmarcados por sus largas pestañas rizadas, irradiaban luz.
Sin embargo, el encanto duró poco. Detrás de ella, ¡y tomado de su mano!, entró el imbécil de Rodrigo, uno de tantos fósiles de la prepa que se parapetaban en su edad y su supuesta “experiencia en la vida” para apantallar chavitas. Por desgracia, con cierta frecuencia lo lograban.
De inmediato mis cuates captaron la situación.
—¿Qué pedo? ¿No era esa tu chava? —me preguntó Luis. Él y Armando acababan de llegar.
—Era... —respondí lacónico.
Más que enojado me sentí desconcertado. Tenía que averiguar qué ocurría. ¿Eran novios? Imposible. ¿O no?
—Ahorita vengo.
Eché a andar rumbo a donde se encontraban, decidido a... ¿A qué? ¿Qué planeaba hacer? ¿Reclamarle? No éramos más que amigos. Por lo demás, simplemente me habría visto fatal al asumir el papel del celoso, posesivo, hermético y ridículo ex novio. En el trayecto, por fortuna, rectifiqué la estrategia.
—Hola, Susana. ¿Cómo estás? —me dirigí a ella—. ¿Qué onda? —saludé cordial a aquel intruso, aunque, evidentemente, se me retorcían las tripas.
—Bien, gracias. ¿Y tú qué tal? —Susana sonrió mientras el estorbo apenas había asentido y, sin disimulo, me barría como si yo fuera quien desentonara en el cuadro.
—Qué bueno que viniste —a pesar de mi diplomacia, no podía hablar en plural. —Ojalá te la pases a gusto. Voy a andar por allá por si necesitas algo.
—Bueno, gracias —dijo con amabilidad.
—Oye, güey —irrumpió el lastre—. Consígueme una chela, ¿no?
—Ajá —apenas pude contener mi enojo y expresar ese ambiguo monosílabo. Claro está, no le conseguí nada. Mi cordialidad tiene límites.
De pronto recibí un codazo en las costillas. David se dio la vuelta, se acomodó y despertó.
—¿Qué onda, Agus?
—¿Qué pasó, David?
—No mames, te pusiste bien pedo ayer.
Sus palabras fueron como un llamado a la tropa. Carlos y Ana se desperezaron; Luis y Armando también; Fernando regresó con el desayuno.
—Pinche Agus, qué desmadre te traías —se burló Carlos.
Todos rieron y, por fin, me explicaron lo sucedido. Según su relato (yo sigo sin acordarme de todo), ver a Susana con aquel idiota me cayó bastante mal, aunque todavía peor me sentó todo el alcohol que bebí en las siguientes horas, en especial los panalitos de mezcal cuyos restos quedaron debajo de la mesa. Un clásico caso de intoxicación etílica producto de una depresión amorosa, pudo haber diagnosticado cualquier doctor. En términos llanos, como dicen los que de eso saben, me puse a chupar, hasta la madre, por una vieja. Obviamente acabé en el baño de Fernando visitando al monstruo de porcelana, o, para olvidar los eufemismos, guacareando de briago, pues.
Lo anterior aclaraba el porqué de mis lagunas mentales, del mal sabor de boca, del dolor de cabeza, del cuerpo cortado y de la momentánea repulsión hacia la barbacoa. Pero, estaba seguro, había algo más, algo que me tenía inquieto, preocupado... ¡Claro! ¿Susana me vio así, haciendo todo ese relajo? ¡En la torre! Hube de quedarme con la duda durante el resto del fin de semana, porque ese espantoso remedo de mezcal había disuelto mi memoria, y ninguno de mis amigos —que sí agarraron una jarra memorable, de esas que hasta da gusto evocar— sabía a qué hora se había ido Susana y, por tanto, si contempló o no mi patético espectáculo.
Sábado y domingo se me fueron en curarme la cruda, dormir, dizque hacer tarea y torturarme pensando con qué cara llegaría a la prepa el lunes si el rumor se había esparcido —lo que era lo más probable— o, peor aún, si ella había sido testigo de todo. Para colmo, por cierto, los Pumas perdieron con el América en esas fechas.
Pero inició la semana. Llegué temprano y entré a la escuela como si no quisiera que nadie se percatase de mi presencia. (Para ser franco, no lo quería.) Caminé rumbo al salón donde teníamos clase. Todavía no arribaba la maestra: la mayoría de los escasos compañeros que también habían madrugado esperaban afuera.
Me asomé al salón. Ahí estaba Susana. Sola. Me brincó el corazón y empezaron a sudarme las manos. No obstante, si quería hablar con ella y averiguar si estaba enterada de mi ridículo ese era el momento. Saqué valor no sé de dónde y entré como si nada. Me acerqué. Saludé tranquilo haciendo acopio de un aplomo hasta ese instante desconocido para mí.
—Hola —dije.
Levantó la mirada de su libro, el Diario de Lecumberri de Álvaro Mutis.
—Hola —respondió.
Su indiferencia inicial me alarmó.
—¿Qué tienes?
—Nada... Sueño... Bueno, no. Tuve un mal fin de semana.
—¿Te peleaste con tu galán?
Frunció en entrecejo, sonrió y, finalmente, preguntó:
—¿Cuál galán?
—El chavo con el que fuiste a casa de mi amigo.
—¿Quién? ¿Rodrigo? ¡Ay, no! Quiere conmigo y el viernes se me pegó. Me estaba ligando; pero no, es un odioso. De hecho ahí empezó mal mi fin de semana.
—¿Por?
—Ay, ni me dejó disfrutar la fiesta. Desde que llegamos no me soltaba. Además, ¿tú crees?, después de que fuiste a saludarme se puso bien celoso. Y eso que no somos nada. Empezó a molestarme con que se veía que yo todavía quería andar contigo y no sé qué más.
—¿Y a qué hora se fueron? —fingí no haberle dado importancia a su última frase.
—Como a la media hora. La verdad me hartó y le inventé que tenía que regresar temprano a mi casa. Ya ni te vi para despedirme. ¿Cómo te la pasaste?
—¿Nadie te ha contado nada?
—No, ¿qué pasó?
—N... No, nada.
A esas alturas todo iba de maravilla como para cometer el error de hablar de más. Susana no andaba con Rodrigo; por el contrario, según me explicó, él se había puesto celoso de mí. Y, por si esto resultase poca cosa, ella se fue temprano de casa de Fernando, lo que significaba que no había visto mi show. Aunque aún quedaba la posibilidad de que se hubiera enterado por otro lado; los informantes —los chismosos y chismosas que tanto abundaban en la prepa— nunca brillaban por su ausencia.
En esas conjeturas me sumergía cuando, de repente, sus siguientes palabras hicieron que el que se estuviera al tanto o no de mis peripecias en el baño del Fer perdieran importancia:
—Oye —dijo—, ¿qué vas a hacer el viernes? Te invito a una fiesta.
1 comment:
¡Qué buen cuento, me recuerda mucho mi estado actual! jaja. Do you know what I mean?, por cierto gracias por la ayuda
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