A mis compañeros, que me conocen bien
A Erika, quien me conoce mejor que nadie
Y a todo aquel que se sienta“repetido” en estas líneas
Debía llegar temprano. “Una vez que logre despertar —pensó—, el resto no será problema”. Durante la semana anterior había dedicado una hora diaria, cuando menos, al estudio de su curso de Cálculo Diferencial e Integral con miras a ese terrible examen final que tenía la obligación de aprobar.
Esa noche, su fama de dormilón —güevón, con g y con diéresis, dicho en términos más coloquiales—, así como su largo expediente de retardos causados por departir con Morfeo más de la cuenta, le llevaron a adoptar ciertas medidas: estar en la cama, como máximo, a las 11:00 (solía desvelarse matando neuronas frente a insulsos programas televisivos); atuendo del día preparado; mochila lista. Ahorro de tiempo estimado: un minuto por la ropa, dos o tres por los útiles escolares. Aunque lo mejor sería tener un cuerpo como nuevo, listo gracias a un sueño reparador.
“Cuéntale a Dios tus planes”, comienza un célebre refrán. Cuando por obra de la casualidad abrió los ojos, los números rojos sobre el fondo negro de su radio-reloj-despertador señalaban las 6:00 de la mañana. “¡¿Qué?!”. Para poder bañarse, desayunar algo, tomar sus pertenencias, salir de su casa sin prisas y llegar temprano a clase debía levantarse, al menos, a las 5:30.
“Pero, ¿qué #$%&! pasó? ¿No sonó la alarma? ¿No la escuché? ¿Se fue la luz y el reloj se desconfiguró?”. Para ese instante había olvidado por completo el insomnio que llegó sin invitación, sin avisar, y que le aquejó buena parte de la madrugada. En todo caso, era un pésimo momento para deliberaciones o evocaciones de la esa índole. Debía actuar.
Rápidamente quitó las cobijas (aunque en el intento se enredó más), se puso de pie, comenzó a desvestirse, se calzó las sandalias y corrió al baño. Aun con el retraso no quería dejar de quitarse la mugre acumulada el día anterior.
Antes de salir del cuarto se golpeó con el buró el dedo pequeño del pie derecho. No tuvo tiempo para lamentarse (sí para mentársela al buró). Ya en el baño, el agua fría hizo que se le erizara la piel y, mientras se enjabonaba —poco después de que le cayera shampoo en los ojos—, descubrió en su espalda uno de esos granos que tanto le molestaban, en especial porque, al igual que el insomnio, aparecían sin aviso.
Casi resbala al salir de la regadera. Se secó, vistió y partió con rumbo a la escuela diez minutos más tarde de lo originalmente previsto en su itinerario. El microbús iba lleno: viajó parado. Adiós a la oportunidad de sentarse y dar un último repaso a sus apuntes, más aún en tanto que las cumbias del chofer y el berrinche de un niño de cuatro años se peleaban por colmar su de por sí poca paciencia.
En el Metro la situación no mejoró. Como siempre, el gusano anaranjado iba atestado de gente que, en el olvido de toda civilidad, empuja cuanto esté a su paso con tal de entrar o salir, y no se diga ganar un lugar.
A veces resulta increíble la precisión de las Leyes de Murphy, como aquella que explica que cuando algo puede salir mal, en efecto, va a salir mal. Tan es así que escuchar el relato de algún conocido al que “se le hizo tarde” cuando justo en ese día “había más tráfico que nunca” es, desde hace mucho —¿desde siempre?—, un lugar común.
No podía ser distinto en el presente caso. El tren realizó su recorrido de cinco estaciones —“¡Cinco malditas estaciones!”— en el triple del tiempo habitual. Aún debía caminar tres cuadras para llegar a la escuela. Sin embargo, el hecho de que una de ellas estuviera cerrada le obligó a rodear dos calles al norte, una al este y dos más al sur.
Por fin, la entrada del plantel. Albergaba la ilusa, inocente esperanza de que el profesor hubiera llegado tarde, o mejor, de que se ausentase por enfermedad o algún compromiso de última hora.
Cuando llegó a su salón, la clase había terminado. Varios compañeros platicaban frente a la puerta.
—Buenos días— ironizó uno de ellos.
—¿Y el maestro? ¿Hicieron el examen?
—Sí... Se acaba de ir.
—Dijo que tenía prisa. Córrele, igual todavía lo alcanzas.
No había concluido la frase cuando ya se lanzaba cual bólido hacia el estacionamiento de profesores. Desde el primer piso vio que el automóvil del Motor (ingeniero mecánico, ese fue su apodo) se dirigía a la salida del edificio. Pensó en cortar camino por la otra salida y, de esa manera, interceptar al maestro. Iba maquinando una excusa medianamente inteligente y creíble, más que la obvia “se me hizo tarde”, la socorrida “había mucho tráfico” o la inservible “el Metro se paró”.
Salió corriendo y, al ver el coche del Motor a punto de doblar la esquina, aceleró para cruzar la calle. Espantado por el bocinazo del vehículo a sus espaldas, se detuvo. Un enfrenón. Un golpe. ¡Iiiiiiiiiiiiiiiggggggggg-Ppppuuuuuuffffff!
Pum, pum, pum. El corazón le latía con rapidez. Respiraba agitadamente. Abrió los ojos. Reconoció su cálido cobertor, sus almohadas, su cama, su cuarto. Todo había sido un sueño...
Era sábado.
Esa noche, su fama de dormilón —güevón, con g y con diéresis, dicho en términos más coloquiales—, así como su largo expediente de retardos causados por departir con Morfeo más de la cuenta, le llevaron a adoptar ciertas medidas: estar en la cama, como máximo, a las 11:00 (solía desvelarse matando neuronas frente a insulsos programas televisivos); atuendo del día preparado; mochila lista. Ahorro de tiempo estimado: un minuto por la ropa, dos o tres por los útiles escolares. Aunque lo mejor sería tener un cuerpo como nuevo, listo gracias a un sueño reparador.
“Cuéntale a Dios tus planes”, comienza un célebre refrán. Cuando por obra de la casualidad abrió los ojos, los números rojos sobre el fondo negro de su radio-reloj-despertador señalaban las 6:00 de la mañana. “¡¿Qué?!”. Para poder bañarse, desayunar algo, tomar sus pertenencias, salir de su casa sin prisas y llegar temprano a clase debía levantarse, al menos, a las 5:30.
“Pero, ¿qué #$%&! pasó? ¿No sonó la alarma? ¿No la escuché? ¿Se fue la luz y el reloj se desconfiguró?”. Para ese instante había olvidado por completo el insomnio que llegó sin invitación, sin avisar, y que le aquejó buena parte de la madrugada. En todo caso, era un pésimo momento para deliberaciones o evocaciones de la esa índole. Debía actuar.
Rápidamente quitó las cobijas (aunque en el intento se enredó más), se puso de pie, comenzó a desvestirse, se calzó las sandalias y corrió al baño. Aun con el retraso no quería dejar de quitarse la mugre acumulada el día anterior.
Antes de salir del cuarto se golpeó con el buró el dedo pequeño del pie derecho. No tuvo tiempo para lamentarse (sí para mentársela al buró). Ya en el baño, el agua fría hizo que se le erizara la piel y, mientras se enjabonaba —poco después de que le cayera shampoo en los ojos—, descubrió en su espalda uno de esos granos que tanto le molestaban, en especial porque, al igual que el insomnio, aparecían sin aviso.
Casi resbala al salir de la regadera. Se secó, vistió y partió con rumbo a la escuela diez minutos más tarde de lo originalmente previsto en su itinerario. El microbús iba lleno: viajó parado. Adiós a la oportunidad de sentarse y dar un último repaso a sus apuntes, más aún en tanto que las cumbias del chofer y el berrinche de un niño de cuatro años se peleaban por colmar su de por sí poca paciencia.
En el Metro la situación no mejoró. Como siempre, el gusano anaranjado iba atestado de gente que, en el olvido de toda civilidad, empuja cuanto esté a su paso con tal de entrar o salir, y no se diga ganar un lugar.
A veces resulta increíble la precisión de las Leyes de Murphy, como aquella que explica que cuando algo puede salir mal, en efecto, va a salir mal. Tan es así que escuchar el relato de algún conocido al que “se le hizo tarde” cuando justo en ese día “había más tráfico que nunca” es, desde hace mucho —¿desde siempre?—, un lugar común.
No podía ser distinto en el presente caso. El tren realizó su recorrido de cinco estaciones —“¡Cinco malditas estaciones!”— en el triple del tiempo habitual. Aún debía caminar tres cuadras para llegar a la escuela. Sin embargo, el hecho de que una de ellas estuviera cerrada le obligó a rodear dos calles al norte, una al este y dos más al sur.
Por fin, la entrada del plantel. Albergaba la ilusa, inocente esperanza de que el profesor hubiera llegado tarde, o mejor, de que se ausentase por enfermedad o algún compromiso de última hora.
Cuando llegó a su salón, la clase había terminado. Varios compañeros platicaban frente a la puerta.
—Buenos días— ironizó uno de ellos.
—¿Y el maestro? ¿Hicieron el examen?
—Sí... Se acaba de ir.
—Dijo que tenía prisa. Córrele, igual todavía lo alcanzas.
No había concluido la frase cuando ya se lanzaba cual bólido hacia el estacionamiento de profesores. Desde el primer piso vio que el automóvil del Motor (ingeniero mecánico, ese fue su apodo) se dirigía a la salida del edificio. Pensó en cortar camino por la otra salida y, de esa manera, interceptar al maestro. Iba maquinando una excusa medianamente inteligente y creíble, más que la obvia “se me hizo tarde”, la socorrida “había mucho tráfico” o la inservible “el Metro se paró”.
Salió corriendo y, al ver el coche del Motor a punto de doblar la esquina, aceleró para cruzar la calle. Espantado por el bocinazo del vehículo a sus espaldas, se detuvo. Un enfrenón. Un golpe. ¡Iiiiiiiiiiiiiiiggggggggg-Ppppuuuuuuffffff!
Pum, pum, pum. El corazón le latía con rapidez. Respiraba agitadamente. Abrió los ojos. Reconoció su cálido cobertor, sus almohadas, su cama, su cuarto. Todo había sido un sueño...
Era sábado.
Anotación (im)pertinente
La versión original de este texto data del otoño de 2005. La presente fue inscrita en el concurso "Me duele cuando me río", parte de las "Jornadas universitarias sobre el humor. La risa: su raíz, su función social y cultural" organizadas por la UNAM.
Hoy, en una ceremonia bastante divertida, fueron dados a conocer los ganadores del certamen. Este cuento, ni hablar, no estuvo dentro de ellos. Ahora bien, si para el amable lector o lectora significa cuando menos una sonrisa y no la sensación de haber desperdiciado unos minutos de vida, me doy por satisfecho.
5 comments:
Felicidades don Mau... Una lástima no haber sido premiado, porque el cuento lo merece
Hace mucho que leí este cuento, desde esa primera vez me divirtió. Tengo que confesar que no lo recordaba con exactitud (un motivo más para que me volviera a cautivar el relato) y tengo que preguntar ¿le cambiaste algo? Esta segunda lectura me gusto aun más.
Yo también creo que el relato debió ser premiado, pero no siempre se puede. Hay muchos otros concursos y premios que están esperando por ti. No dejes de intentarlo, eres muy bueno.
Digo lo mismo. ¡Debió ganar! y puedes estar seguro que la sonrisa la has conseguido y ha merecido la pena leerte.
Pasaré para leerte , si me lo permites.
Saludos.
Primero que nada muchas felicidades por el cuento, ya con haberlo hecho existir (el cuento)ya es ganancia, porque no muchos tienen la capacidad para relatar algo que muchos nos suele suceder. Me encantó la "Anécdota matutina" desde el primer día que lo leí. Creo que ese día que me permitiste leerlo y que sospecho fue cuando te salió, Rossana te había dicho algo cruel (no me acuerdo qué) fue de esos días en lo que todo te sale mal. Si eso fue lo que te ayudó a escribirlo, le diré a la jefa que te diga más cosas de esas jajajajajaja, no te creas.
Nuevamente felicidades y mil gracias por escribir cosas como ésta.
A todos los amables lectores -Ale Morón, don Mario, la dueña de "La Casa Encendida", Kika, mi vida-, no puedo menos que agradecerles los comentarios, la fe, los buenos deseos y, en principio, haberse detenido un momento a leerme. De verdad, muchas gracias.
Saludos:
El Mau
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