Sobra explicar cuán esenciales nos resultan los ojos. Millones de ciegos en todo el mundo demuestran que la vista no es estrictamente necesaria para vivir, pero su experiencia también enseña que, sin la capacidad observar lo que nos rodea, la existencia, en definitiva, no es la misma.
Así, no es difícil imaginar el shock para quien habiendo podido ver durante toda su vida de repente pierde esa facultad. Y tampoco lo sería pensar en las proporciones de ese golpe si la pérdida de la visión se extendiera a toda una comunidad.
En Ensayo sobre la ceguera (1995), José Saramago plasma esa situación y cuenta la historia de un país anónimo cuyos habitantes, repentinamente y sin razón aparente, son afectados por una invidencia blanca. Esa enfermedad sirve a Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922) como eje para narrar una fábula sobre la humanidad, para reflexionar en torno a ella, al comportamiento individual y colectivo de mujeres y hombres en lo cotidiano lo mismo que en circunstancias límite.
Frente a un semáforo, en el cruce de una calle, un conductor se convierte en la primera víctima de la epidemia. A él habrán de seguirle el ladrón que, tras ayudarle a llegar a casa, le roba el automóvil, así como su esposa, el oftalmólogo con quien ésta lo lleva y todos los pacientes del médico.
Uno a uno primero y por grupos después, los ciegos van aumentando. En consecuencia, el Gobierno (así, con mayúscula), alertado del caso y temiendo el peligro de un mayor contagio, decide poner en cuarentena, bajo vigilancia del ejército y duras medidas de seguridad —que no de higiene ni de otros cuidados a la salud—, a enfermos e invidentes potenciales.
En el lugar del encierro, un manicomio abandonado, los ciegos, ayudados por la mujer del médico, la única que sin saber cómo o por qué se salva del “mal blanco” y logra colarse hasta ahí para ayudar a su marido, consiguen sobrellevar su estancia. Ella ve, los observa, nota sus sufrimientos, los guía muchas veces sin que se den cuenta; es, valga la expresión, una luz en sus albas tinieblas.
Su situación, no obstante, se complica conforme el número de recluidos supera la capacidad del local, el alimento tarda en serles suministrado o simplemente no llega y, más aún, cuando un grupo liderado por el poseedor de una pistola, y auxiliado por otro hombre que desde antes de desatada la epidemia ya era ciego y se ha adaptado a ese mundo, hace suyo el derecho de “administrar” la comida a cambio de injustos pagos. Con esto el autor nos recuerda que basta un puñado de patanes más abusivos que abusados y cuyo sentido de la autoridad es inversamente proporcional a su humanitarismo para que toda una colectividad sufra o de plano se vaya directo al carajo.
Bajo el yugo de esta dictadura, y aun después de librarse de ésta y de su encierro, los ciegos padecen vejaciones, pasan hambre, se enfrentan a la hostilidad del exterior y, en especial, se ven reducidos a seres que, movidos casi enteramente por las necesidades primarias, por la búsqueda de la supervivencia, parecen perder lo que los hace humanos.
“Dios santo, qué falta nos hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuese más que unas vagas sombras”, tal es el grito desesperado que ya en el primer cuarto de la novela el narrador cree escuchar de las víctimas del mal blanco. Quien relata, por otra parte, lo hace principalmente desde la distancia de la tercera persona, aunque para mérito del texto, a través de la introducción esporádica del pronombre nosotros, obtiene la complicidad del lector al hacerlo partícipe no sólo de la historia sino de las reflexiones que de ella surgen. Para muestra el siguiente fragmento:
“Los buenos y malos resultados de nuestros dichos y obras se van distribuyendo, se supone que de forma bastante equilibrada y uniforme, por todos los días del futuro, incluyendo aquellos, infinitos, en los que ya no estaremos para congratularnos o para pedir perdón, hay quien dice que eso es la inmortalidad de la que tanto se habla [...]”.
En la narración, igualmente, en un estilo que han imitado autores como la colombiana Laura Restrepo en su novela Delirio, o similar a El amante de Janis Joplin del mexicano Élmer Mendoza, Saramago renuncia a un uso ortodoxo de los signos de puntuación tal vez a cambio de alcanzar más fluidez y una impresión de mayor naturalidad en los diálogos. Esta característica, asimismo, da al autor la posibilidad de insertar comentarios entre las intervenciones de los personajes con gran velocidad.
En suma, forma y fondo hacen de Ensayo sobre la ceguera, probablemente el libro más conocido del Nobel de Literatura portugués, una novela sólida, una historia conmovedora al tiempo que crítica sobre —como en la obra de André Malraux— la condición humana. La hacen también una reiteración de que la invidencia de hombres y mujeres, metafóricamente hablando, va más allá de una incapacidad física. Y la hacen, por último, a pesar de actitudes sanamente realistas o comprensiblemente escépticas, un aliciente para quienes, aun a contracorriente, nos empeñamos en tener esperanza en la humanidad o, cuando menos, en algunos de sus miembros.
Así, no es difícil imaginar el shock para quien habiendo podido ver durante toda su vida de repente pierde esa facultad. Y tampoco lo sería pensar en las proporciones de ese golpe si la pérdida de la visión se extendiera a toda una comunidad.
En Ensayo sobre la ceguera (1995), José Saramago plasma esa situación y cuenta la historia de un país anónimo cuyos habitantes, repentinamente y sin razón aparente, son afectados por una invidencia blanca. Esa enfermedad sirve a Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922) como eje para narrar una fábula sobre la humanidad, para reflexionar en torno a ella, al comportamiento individual y colectivo de mujeres y hombres en lo cotidiano lo mismo que en circunstancias límite.
Frente a un semáforo, en el cruce de una calle, un conductor se convierte en la primera víctima de la epidemia. A él habrán de seguirle el ladrón que, tras ayudarle a llegar a casa, le roba el automóvil, así como su esposa, el oftalmólogo con quien ésta lo lleva y todos los pacientes del médico.
Uno a uno primero y por grupos después, los ciegos van aumentando. En consecuencia, el Gobierno (así, con mayúscula), alertado del caso y temiendo el peligro de un mayor contagio, decide poner en cuarentena, bajo vigilancia del ejército y duras medidas de seguridad —que no de higiene ni de otros cuidados a la salud—, a enfermos e invidentes potenciales.
En el lugar del encierro, un manicomio abandonado, los ciegos, ayudados por la mujer del médico, la única que sin saber cómo o por qué se salva del “mal blanco” y logra colarse hasta ahí para ayudar a su marido, consiguen sobrellevar su estancia. Ella ve, los observa, nota sus sufrimientos, los guía muchas veces sin que se den cuenta; es, valga la expresión, una luz en sus albas tinieblas.
Su situación, no obstante, se complica conforme el número de recluidos supera la capacidad del local, el alimento tarda en serles suministrado o simplemente no llega y, más aún, cuando un grupo liderado por el poseedor de una pistola, y auxiliado por otro hombre que desde antes de desatada la epidemia ya era ciego y se ha adaptado a ese mundo, hace suyo el derecho de “administrar” la comida a cambio de injustos pagos. Con esto el autor nos recuerda que basta un puñado de patanes más abusivos que abusados y cuyo sentido de la autoridad es inversamente proporcional a su humanitarismo para que toda una colectividad sufra o de plano se vaya directo al carajo.
Bajo el yugo de esta dictadura, y aun después de librarse de ésta y de su encierro, los ciegos padecen vejaciones, pasan hambre, se enfrentan a la hostilidad del exterior y, en especial, se ven reducidos a seres que, movidos casi enteramente por las necesidades primarias, por la búsqueda de la supervivencia, parecen perder lo que los hace humanos.
“Dios santo, qué falta nos hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuese más que unas vagas sombras”, tal es el grito desesperado que ya en el primer cuarto de la novela el narrador cree escuchar de las víctimas del mal blanco. Quien relata, por otra parte, lo hace principalmente desde la distancia de la tercera persona, aunque para mérito del texto, a través de la introducción esporádica del pronombre nosotros, obtiene la complicidad del lector al hacerlo partícipe no sólo de la historia sino de las reflexiones que de ella surgen. Para muestra el siguiente fragmento:
“Los buenos y malos resultados de nuestros dichos y obras se van distribuyendo, se supone que de forma bastante equilibrada y uniforme, por todos los días del futuro, incluyendo aquellos, infinitos, en los que ya no estaremos para congratularnos o para pedir perdón, hay quien dice que eso es la inmortalidad de la que tanto se habla [...]”.
En la narración, igualmente, en un estilo que han imitado autores como la colombiana Laura Restrepo en su novela Delirio, o similar a El amante de Janis Joplin del mexicano Élmer Mendoza, Saramago renuncia a un uso ortodoxo de los signos de puntuación tal vez a cambio de alcanzar más fluidez y una impresión de mayor naturalidad en los diálogos. Esta característica, asimismo, da al autor la posibilidad de insertar comentarios entre las intervenciones de los personajes con gran velocidad.
En suma, forma y fondo hacen de Ensayo sobre la ceguera, probablemente el libro más conocido del Nobel de Literatura portugués, una novela sólida, una historia conmovedora al tiempo que crítica sobre —como en la obra de André Malraux— la condición humana. La hacen también una reiteración de que la invidencia de hombres y mujeres, metafóricamente hablando, va más allá de una incapacidad física. Y la hacen, por último, a pesar de actitudes sanamente realistas o comprensiblemente escépticas, un aliciente para quienes, aun a contracorriente, nos empeñamos en tener esperanza en la humanidad o, cuando menos, en algunos de sus miembros.
FICHA BIBLIOGRÁFICA:
SARAMAGO, José. Ensayo sobre la ceguera [1995]. México, Punto de Lectura, 2004.
2 comments:
Al final (y de ahí la importancia de la obra de Saramago) el libnro no hace sino dejar la pregunta en el aire; No estamos, de alguna manera, ciegos?
Tu texto me dejo pensando largamente, aunque te prometo que sólo tratare un tema en esta ocasión. Honestamente no sé si lograre darme a entender, pero lo intentare.
Aun cuando no he tenido la fortuna de leer el libro, tuve casi inmediatamente la necesidad de releer un capítulo de la novela de Cortazar, Rayuela, para poder retomar (y repensar) la idea de ceguera. Me parece que en mayor o menor medida (o en determinadas situaciones) todos somos ciegos, es decir, podemos ver pero no mirar, como acto subjetivo no todos miramos lo mismo.
Cortazar escribe en el capítulo 84:
"... piso unas hojas secas y cuando levanto una y la miro la veo llena de polvo de oro viejo, con por debajo unas tierras profundas como el perfume musgoso que se me pega en la mano. Por todo eso traigo las hojas secas a mi pieza y las sujeto en la pantalla de la lámpara. Viene Ossip, se queda dos horas y ni siquiera mira la lámpara. Al otro día aparece Etienne, y todavía con la boina en la mano ... y levanta la lámpara, estudia las hojas, se entusiasma..."
No puedo más que pensar y compartir las reflexiones del personaje en la novela "Me quedo pensando en todas las hojas que no veré yo ... en tanta cosa que habrá en el aire y que no ven estos ojos. Por todos lados habrá lámparas, habrá hojas que no veré"
Cuántas cosas se escapan de nuestra mirada, en planos macro y micro, cuantas cosas no percibimos. No alcanzamos a ver el interior, nuestros procesos inconscientes ni del exterior pensando en términos de alteridad, de otredad. Cuántas figuras no alcanzamos a mirar, y por lo tanto cuánto escapa de nuestro ángulo visual y de nuestro entendimiento.
Es mucho lo que me gustaría decir y profundizar, pero como creo que ya me extendí, te diré que tu documento me motivo para elaborar un texto que me permita abordar y explicar (me) estas cuestiones. En cuanto lo termine te lo paso y me das tu opinión.
Supongo que no tengo que decirte que me gustó mucho, creo que lograste mover fibras en mi, gracias por conectarme con un tema que hace un tiempo había dejado un tanto olvidado.
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