[Bitácora..., última entrega]
El periodismo debe, cuando menos, cuestionar la versión oficial de los hechos. Desde su trinchera es posible y necesario ejercer la “desobediencia civil”, la resistencia a la iniquidad, a la injusticia, a la impunidad, a la indiferencia y, en primer término, al olvido. La labor periodística, entonces, debe auxiliar a la memoria y a que ésta se convierta en la génesis de una demanda de transformaciones sociales.
Bajo estas premisas, en Huesos en el desierto Sergio González Rodríguez se adentra en uno de los casos más indignantes de la historia del México contemporáneo: el de los feminicidios en Ciudad Juárez, Chihuahua.
Narrador, crítico y ensayista, González Rodríguez (México, DF, 1950) construye —según sus palabras— un “examen” de la situación que desde 1993 se vive en aquella urbe de la frontera norte del país. En esa evaluación el autor recurre a su propia experiencia como reportero del diario Reforma que indagó en algunas de las muertes y en el contexto en que ocurrieron, así como a la de otros colegas, a documentos y a testimonios de familiares y amigos de las víctimas, autoridades y otros implicados.
En esa línea, resulta evidente que Huesos en el desierto es una obra de carácter periodístico, con sustento en la realidad. Pese a que, a no dudarlo, gran parte del contenido del libro daría para cantidad de macabros relatos, éste no es ficción literaria sino la reconstrucción e interpretación se sucesos verídicos.
En cuanto al género empleado, predominan los rasgos del reportaje: exposición de un tema en sus múltiples aristas y desde diversas perspectivas, inserción de los dichos de los protagonistas, atribución de fuentes. Sin embargo, también aparecen los elementos narrativos y descriptivos de la crónica lo mismo que la reflexión propia del ensayo.
Así, por ejemplo, González Rodríguez logra revivir, a través de las declaraciones de los testigos, los momentos en que algunas de las víctimas —adolescentes y niñas en no pocos casos— desaparecieron al salir de casa, de la escuela o del trabajo, o los episodios en que sus cadáveres fueron encontrados aún con las huellas de la tortura o de los ataques a que fueron sometidas, cuando no estaban ya en un estado de descomposición que de tan avanzado impidió identificarlas.
Igualmente, en otros apartados, como en el capítulo titulado “¡Arriba el norte!...”, desde un enfoque sociológico y antropológico el autor intenta explicar las causas e implicaciones socioculturales del impacto del narcotráfico en esa región de México.
Dentro de sus razonamientos está el que el esquema laboral al que se circunscriben las maquiladoras se deriva de una economía globalizada, dominada por las empresas transnacionales, que ve al obrero como un objeto desechable y con ello fomenta la desigualdad y la deshumanización. El narcotráfico, por otro lado, con sus modelos de ostentación y derroche, se erige como una alternativa atractiva para los sectores y las generaciones que son excluidas de la educación, el empleo y el bienestar.
Y desde las últimas décadas del siglo XX a la fecha, el narco, advierte González Rodríguez, ha trascendido de la sociedad civil para instalarse en las altas esferas: “El crecimiento del narcotráfico, el crimen organizado y la economía informal que a ellos se anexa había seguido una estrategia de amplio alcance que incluía en sus actividades al Estado mexicano. Y lo había logrado a través de sus instituciones judiciales y los cuerpos militares. O las policías federales o estatales”.
De esa manera, en la inacción deliberada o inconsciente de un Estado corrompido y debilitado por el narcotráfico, o a causa de su propia incapacidad, el autor halla el motivo de que más de 300 asesinatos —más de un centenar cometido con un alto grado de violencia— sigan sin ser cabalmente esclarecidos. A pesar de que las autoridades se jacten de haber resuelto la mayoría de ellos.
Según las conclusiones a las que arriba González Rodríguez a partir de toda la información recabada, la razón de que los gobiernos estatal y federal no hayan actuado contundentemente en la investigación y resolución de estos crímenes radica en que existe una red de complicidades entre los funcionarios y los homicidas, sean estos últimos miembros de familias “prominentes” del país o de Chihuahua, o narcotraficantes. O ambos.
Así, debido a este oscuro entramado de intereses y pactos político-económicos, el fenómeno de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez: “Sería el producto de una orgía sacrificial de cariz misógino, a cuyas víctimas se busca y elige en forma sistemática (en calles, fábricas, comercios o escuelas) en un contexto de protecciones y omisiones de las autoridades mexicanas durante la última década”.
En esa atmósfera de impunidad, de impotencia, en la que de acuerdo con cifras del autor 80% de los delitos “nunca se denunciaba, ya que se volvía inútil hacerlo”, cuando no se obtiene la indiferencia oficial se consigue algo quizá peor: el engaño.
Al respecto me parece que vale la pena rescatar dos ejemplos: el del egipcio Abdel Latif Sharif Sharif y el del empleo mediático de las autoridades. En el primer caso, el del hombre marcado en un principio como el autor material o intelectual de todos los homicidios, la presunta explicación o franca puesta en escena resulta, por decir lo menos, sumamente cuestionable. Ante la ausencia de culpables, porque no se les puede o no se les quiere encontrar, qué mejor que el recurso del chivo expiatorio. Más aún si éste es extranjero, con lo cual se despierta el sentimiento xenófobo, y si carece de amigos o familia que puedan defenderlo.
“Las autoridades —escribe González Rodríguez en referencia al segundo caso— han llegado al extremo de construir en los medios de comunicación de masas una suerte de substancia delincuencial ubicua, inasible, omnipotente, que deja en el nominalismo más abstracto lo que deberían ser acciones concretas, resultados y eficacia”. Funcionarios estatales y federales, pues, utilizan los medios para propagar su visión de la realidad. No obstante, si bien esto constituye un acto criticable, también lo es que esos medios se tornen en voceros del oficialismo y con ello contribuyan a la desinformación.
Por otro lado, no sobra aclarar que la primera edición de Huesos en el desierto apareció en 2002. Durante su elaboración y tiempo después de que la obra saliera al mercado, cuenta el mismo González Rodríguez, el reportero fue objeto de amenazas, actos intimidatorios, supuestos asaltos y una golpiza. La presente edición data de 2005 e incluye un postfacio en el que el autor realiza un ejercicio de memoria y de valoración de su trabajo. Éste reúne, a manera de cierre expositivo, algunas conclusiones fuertes sobre lo endeble de las posturas gubernamentales en todos sus niveles.
Creo sin embargo que por momentos este apartado se convierte en un autoelogio en el que el autor raya en su propia victimización. Claro está que no resto mérito a la investigación realizada; por el contrario, considero que ésta habla por sí sola y simplemente no era necesario que Sergio González Rodríguez ahondara con tanto detalle en, por ejemplo, sus meditaciones acerca de la trascendencia del libro o sobre los peligros del ejercicio periodístico.
Menos aún cuando muchas páginas atrás remata el prólogo a esta misma tercera edición con un juicio sobrio a la vez que arrebatador: “En México, es muy peligroso indagar los nexos del poder político y el crimen organizado, pero no tanto como el hecho de ser una mujer y vivir en una sociedad que, día tras día, descubre cuánto su rostro tiende a multiplicar en otras partes la desolación de Ciudad Juárez”.
Valgan como últimos apuntes lo siguiente: a 14 años de iniciada la ola de feminicidios en Ciudad Juárez, los crímenes no han sido esclarecidos ni los culpables señalados, capturados y enjuiciados; conforme pasa el tiempo, la violencia y el peso del narcotráfico en el país se recrudecen (en mayo, según un recuento de El Universal, se alcanzó la cifra de mil muertes por asesinato, mientras en 2006 esto ocurrió hasta julio y en 2005 hasta septiembre); sin caer en determinismos, dadas sus condiciones socioeconómicas y educativas, alrededor de 22% de la juventud mexicana es propenso a caer en la informalidad, el subempleo o la delincuencia.
Así pues, en tanto como sociedad no hagamos algo por acabar con los esquemas culturales machistas y misóginos, así como con la tendencia a —con González Rodríguez— “normalizar la barbarie”, ni nos empeñemos por terminar de raíz con problemas como la corrupción política y empresarial o la desigualdad social, el panorama no mejorará.
Al igual que al autor, aún me gusta pensar que como auxiliares de la memoria, vehículos del pensamiento e invitaciones a la acción, el periodismo y la literatura pueden ayudar en algo.
FICHA BIBLIOGRÁFICA:
GONZÁLEZ RODRÍGUEZ, Sergio. Huesos en el desierto [2002]. México, 3a ed., Anagrama, 2005.
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