Mario Vargas Llosa es, sin lugar a dudas, uno de los más grandes escritores latinoamericanos del siglo XX y principios del XXI. Con su inteligencia y una prosa tan fluida como contundente, ha incursionado en algunos de los extensos temas de la humanidad como la política, la realidad llevada a la literatura o las utopías decimonónicas.
En línea con esa ambición por lo trascendente, en Elogio de la madrastra (1988) Vargas Llosa presenta, a la par de una interesantísima, vertiginosa y sutilmente macabra historia —narrada con un lenguaje sugestivo a la vez que elegante—, un pequeño tratado sobre el erotismo, el placer y la felicidad.
El relato se desarrolla en Lima, al interior de la casa que habitan don Rigoberto, su hijo Alfonso y Lucrecia, esposa del primero y madre sustituta del segundo. En el tiempo que llevan de casados, Rigoberto y Lucrecia pueden considerarse dichosos: se aman el uno al otro y ese sentimiento se traduce, casi cada noche, en intensos encuentros bañados de fantasía.
Para dar ese efecto de atmósfera onírica, el autor ha decidido intercalar entre algunos capítulos distintas interpretaciones sensuales de pinturas como Candaules, rey de Lidia, muestra su mujer al primer ministro Giges de Jacob Jordaens, Diana después de su baño de Francois Boucher y Venus con el Amor y la Música de Tiziano Vecellio.
Ahora bien, no obstante que Lucrecia ha superado su inicial miedo a un eventual rechazo del niño Fonchito, de que don Rigoberto tenga la certidumbre de que “La felicidad existe”, y de que ambos, juntos, se sientan capaces de entregarse al goce de sus cuerpos y sus juegos ajenos a toda preocupación como un par de deidades paganas, ese castillo de bienestar se revela más frágil de lo esperado. Como una fortaleza de naipes que se derrumbara ante una precoz ráfaga de viento.
De ese modo surgen las primeras lecciones de este pequeño estudio. Por un lado, Vargas Llosa parece decir que, en efecto, es posible llegar a ese estado de éxtasis más allá del tiempo y el espacio —más allá de todo límite— al que los seres humanos nos hemos dado en llamar felicidad.
Asimismo, a través de la figura de don Rigoberto, inspirado quizá por alguna reivindicación liberal del concepto de individuo, el autor asienta que la dicha sólo existe si se le busca en el lugar adecuado: “En el cuerpo propio y en el de la amada, por ejemplo; a solas y en el baño; por horas o minutos sobre una cama compartida con el ser tan deseado. Porque la felicidad era temporal, individual, excepcionalmente dual, rarísima vez tripartita y nunca colectiva, municipal”.
La búsqueda, pues, debe ser personal, a lo sumo en pareja pero en todo caso íntima, y en su relación con el placer, si bien el sexo es uno de los principales ingredientes —si no es que el de mayor trascendencia—, no es el único. Lucrecia y en especial don Rigoberto, cada quien por su lado, muestran que elementos tan cotidianos como el aseo personal, correctamente desempeñados y —por qué no— como un previo al acto amatorio, pueden convertirse en ceremonias o rituales placenteros en sí mismos. Así, es don Rigoberto quien, por ejemplo, plantea una de las ventajas de la eliminación de desechos del cuerpo: “limpiar el vientre es mucho menos incierto que limpiar el alma”.
Otro aspecto clave en el desarrollo de la novela es el recordatorio de que, dentro de nosotros, existe cierta propensión hacia lo socioculturalmente tachado como un atentado a la moral, cuando no horrendo o algo mucho peor. “En el fondo de su alma, a la bella siempre le fascinó la bestia, como recuerdan tantas fábulas y mitologías, y es raro que en el corazón de un apuesto jovenzuelo no anide algo perverso”, reflexiona el también creador de Los cachorros, La fiesta del chivo y El Paraíso en la otra esquina.
Es en la figura de Alfonso donde tal ambigüedad toca el extremo: Vargas Llosa cuestiona si es este chiquillo la personificación de la niñez como ese lugar donde se conjugan sin contradicciones ni remordimientos inocencia y pecado, donde los actos más reprobables y escandalosos se confunden con travesuras y pueden escapar de la censura o el castigo, o si, por el contrario, no es más que un maligno demonio escondido detrás del rostro angelical de un niño de diez años.
Y, por último, a pesar de que en esta persecución de la felicidad, en esta odisea que se traduce a la vida diaria, con frecuencia nos percatemos de lo fugaz o efímero de los instantes en que nos sentimos poco menos que inmortales, de que amargamente —otra vez con don Rigoberto— caigamos en la cuenta de que “Amar lo imposible tiene un precio que tarde o temprano se paga”, mediante una definición, de una plumada, el autor peruano nos deja una esperanza: ¿qué es, entonces, la dicha? “Sólo una pequeña sabiduría para oponer un momentáneo antídoto a las frustraciones y contrariedades de que estaba adobada la existencia”. La literatura, dentro de tantos otros, es uno de esos contravenenos.
En línea con esa ambición por lo trascendente, en Elogio de la madrastra (1988) Vargas Llosa presenta, a la par de una interesantísima, vertiginosa y sutilmente macabra historia —narrada con un lenguaje sugestivo a la vez que elegante—, un pequeño tratado sobre el erotismo, el placer y la felicidad.
El relato se desarrolla en Lima, al interior de la casa que habitan don Rigoberto, su hijo Alfonso y Lucrecia, esposa del primero y madre sustituta del segundo. En el tiempo que llevan de casados, Rigoberto y Lucrecia pueden considerarse dichosos: se aman el uno al otro y ese sentimiento se traduce, casi cada noche, en intensos encuentros bañados de fantasía.
Para dar ese efecto de atmósfera onírica, el autor ha decidido intercalar entre algunos capítulos distintas interpretaciones sensuales de pinturas como Candaules, rey de Lidia, muestra su mujer al primer ministro Giges de Jacob Jordaens, Diana después de su baño de Francois Boucher y Venus con el Amor y la Música de Tiziano Vecellio.
Ahora bien, no obstante que Lucrecia ha superado su inicial miedo a un eventual rechazo del niño Fonchito, de que don Rigoberto tenga la certidumbre de que “La felicidad existe”, y de que ambos, juntos, se sientan capaces de entregarse al goce de sus cuerpos y sus juegos ajenos a toda preocupación como un par de deidades paganas, ese castillo de bienestar se revela más frágil de lo esperado. Como una fortaleza de naipes que se derrumbara ante una precoz ráfaga de viento.
De ese modo surgen las primeras lecciones de este pequeño estudio. Por un lado, Vargas Llosa parece decir que, en efecto, es posible llegar a ese estado de éxtasis más allá del tiempo y el espacio —más allá de todo límite— al que los seres humanos nos hemos dado en llamar felicidad.
Asimismo, a través de la figura de don Rigoberto, inspirado quizá por alguna reivindicación liberal del concepto de individuo, el autor asienta que la dicha sólo existe si se le busca en el lugar adecuado: “En el cuerpo propio y en el de la amada, por ejemplo; a solas y en el baño; por horas o minutos sobre una cama compartida con el ser tan deseado. Porque la felicidad era temporal, individual, excepcionalmente dual, rarísima vez tripartita y nunca colectiva, municipal”.
La búsqueda, pues, debe ser personal, a lo sumo en pareja pero en todo caso íntima, y en su relación con el placer, si bien el sexo es uno de los principales ingredientes —si no es que el de mayor trascendencia—, no es el único. Lucrecia y en especial don Rigoberto, cada quien por su lado, muestran que elementos tan cotidianos como el aseo personal, correctamente desempeñados y —por qué no— como un previo al acto amatorio, pueden convertirse en ceremonias o rituales placenteros en sí mismos. Así, es don Rigoberto quien, por ejemplo, plantea una de las ventajas de la eliminación de desechos del cuerpo: “limpiar el vientre es mucho menos incierto que limpiar el alma”.
Otro aspecto clave en el desarrollo de la novela es el recordatorio de que, dentro de nosotros, existe cierta propensión hacia lo socioculturalmente tachado como un atentado a la moral, cuando no horrendo o algo mucho peor. “En el fondo de su alma, a la bella siempre le fascinó la bestia, como recuerdan tantas fábulas y mitologías, y es raro que en el corazón de un apuesto jovenzuelo no anide algo perverso”, reflexiona el también creador de Los cachorros, La fiesta del chivo y El Paraíso en la otra esquina.
Es en la figura de Alfonso donde tal ambigüedad toca el extremo: Vargas Llosa cuestiona si es este chiquillo la personificación de la niñez como ese lugar donde se conjugan sin contradicciones ni remordimientos inocencia y pecado, donde los actos más reprobables y escandalosos se confunden con travesuras y pueden escapar de la censura o el castigo, o si, por el contrario, no es más que un maligno demonio escondido detrás del rostro angelical de un niño de diez años.
Y, por último, a pesar de que en esta persecución de la felicidad, en esta odisea que se traduce a la vida diaria, con frecuencia nos percatemos de lo fugaz o efímero de los instantes en que nos sentimos poco menos que inmortales, de que amargamente —otra vez con don Rigoberto— caigamos en la cuenta de que “Amar lo imposible tiene un precio que tarde o temprano se paga”, mediante una definición, de una plumada, el autor peruano nos deja una esperanza: ¿qué es, entonces, la dicha? “Sólo una pequeña sabiduría para oponer un momentáneo antídoto a las frustraciones y contrariedades de que estaba adobada la existencia”. La literatura, dentro de tantos otros, es uno de esos contravenenos.
FICHA BIBLIOGRÁFICA:
VARGAS LLOSA, Mario. Elogio de la madrastra [1988]. México, Grijalbo, 19a ed., 2003.
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