He de comenzar con una confesión: disfruto mucho mi soledad. Quienes en serio me conocen lo saben bien. Salir a caminar o a correr, por ejemplo, me da la oportunidad de relajarme, de pensar (o, en su defecto, de dejar de hacerlo), de ordenar mis ideas, de maquinar proyectos, de —con bastante frecuencia— vérmelas conmigo mismo.
Quisiera, sin embargo, no ser malinterpretado. No me considero misántropo (bueno, quizá a veces), aprecio la compañía de muchas personas y día con día intento valorar y corresponder más a la convivencia con la gente que me rodea.
Un amigo y colega, Mario Stalin Rodríguez, con quien mantengo una comunicación basada principalmente en el intercambio de comentarios por lo general poco coincidentes pero siempre sustentados en nuestros respectivos blogs, explica —si he entendido correctamente— que somos y nos alimentamos de los otros. Nuestro ser se constituye de los episodios que compartimos con los demás a lo largo de nuestras vidas. No podría estar más de acuerdo.
Así, este ensayo no es, ni de lejos, una apología del individualismo. Por el contrario, pretende ser, a partir de mi propia experiencia y en varios casos de mis propios errores, una crítica del olvido de la colectividad, del desdén sin fundamento a las labores en conjunto, de la ignorancia o franco desprecio de conceptos como interés general o bienestar común.
Del autoaislamiento al compromiso mutuo
De mi afición a la soledad, a actuar por mi cuenta, vienen mis dificultades para trabajar en equipo. Es más sencillo desempeñarse solo que buscar alcanzar consensos con otras personas con sus propias ideas, parámetros, objetivos. Y si bien, durante mi etapa como estudiante, estuve en grupos con los que me fue grato colaborar y en ningún momento sufrí desencuentros del tipo “eran muy amigos pero terminaron peleados después de una tarea”, lo cierto es que mi reticencia a laborar con otros truncó o de plano me mantuvo alejado de no pocos proyectos colectivos.
Si tales empresas se habrían desarrollado y habrían resultado gratificantes simplemente nunca lo sabré, ya que mi afán de independencia muchas veces transformado en autoaislamiento me impidió averiguarlo.
Fue hasta que probé otra faceta de la academia, la de ayudante de profesor, cuando empecé a apreciar en serio el trabajo en equipo. De esa manera, con Luis Carrasco y Jesús Serrano primero, y con Toibe Shoijet, Lizbeth Hernández, Paola Wong y Mario Dorantes después, he conocido tanto el esfuerzo que requieren formular el programa de una materia, establecer los contenidos y acordar los métodos para exponerlos, como los sinsabores que pueden provocar las diferencias de criterio y, sobre todo, la responsabilidad de la docencia y la satisfacción de haber dado un buen curso.
A lo largo de dos años y medio he reiterado, por ejemplo, que a pesar de que uno se crea versado en un tema, las otras personas —el maestro y los compañeros adjuntos— siempre podrán aportarnos alguna idea diferente y valiosa. Y aunque ese intercambio de opiniones en muchas ocasiones no sea terso ni nada similar, es posible que de él surjan interesantes discusiones que nos hagan reparar en algo que antes nos estaba velado, es decir, que amplíen nuestra mirada y nuestra comprensión.
Por otro lado, no está de sobra recordar —como me lo hicieron ver algunos alumnos hace un par de meses— que el grupo dentro de un salón de clases lo integran tanto los educandos como el equipo docente; son un conjunto, no dos entes antagónicos. De tal suerte, para alcanzar el éxito en el proceso enseñanza-aprendizaje debe existir trabajo grupal, comunicación, compromiso de ambas partes.
Valga una metáfora que de tan simple parece burda: a fin de llegar a la meta, construir un curso satisfactorio en el que los estudiantes aprendan y los profesores cumplan su función de educadores, todos deben ir en el mismo sentido, no cada cual por su lado y con rumbos distintos.
El periodismo, labor de conjunto
Poca es mi experiencia laboral en medios de comunicación. Pienso, no obstante, que además de que sigue creciendo ha sido aleccionadora. Del cúmulo de ideas que he aprendido creo que ésta es la más importante: el periodismo, por donde quiera que se le vea, es una actividad social, colectiva.
Tal vez me equivoque, pero tengo la impresión de que existe el mito que instituye al reportero no sólo como figura central sino única del ejercicio periodístico. Ahora bien, al señalar esto no pretendo restar mérito alguno al desempeño de ningún colega.
Busco, eso sí, hacer notar que detrás de cada diario, revista, noticiario o programa de radio o televisión hay un trabajo colectivo: de los jefes de información que elaboran las órdenes de lo que debe cubrirse; de los reporteros que producen notas, crónicas o reportajes; de los editores que seleccionan el material a publicar o transmitir; de diseñadores, formadores y técnicos que ponen los textos en plana o arman cápsulas audiovisuales; todo lo anterior seguido de un todavía largo etcétera.
Incluso si se toma la labor reporteril por sí sola hay que reconocer que ésta no es una tarea estrictamente individual. Ryszard Kapuscinski, considerado ni más ni menos el mejor reportero del siglo XX, lo explicaba con claridad: la materia prima del periodismo, afirmaba, son los seres humanos.
El ejercicio periodístico no es otra cosa que investigar y difundir la información generada diariamente por todos los ámbitos de la actividad humana, o aquella relativa al impacto de diversos fenómenos o procesos —manifestaciones del clima, desastres naturales, epidemias, conflictos sociales, guerras— sobre una o varias comunidades.
Los reporteros, por tanto, no trabajan únicamente con hechos, documentos y datos fríos, sino con quienes los protagonizan: personajes, fuentes, testimonios e historias de vida que suscitan interés. Sin ellos, sin los seres humanos, no hay periodismo posible. Por eso Kapuscinski exhortaba a estudiantes y periodistas en activo a cobrar conciencia de lo imprescindible del otro, de los otros, e, igualmente, a ser sensibles y responsables con respecto de las potenciales consecuencias que lo publicado puede tener.
Y tan necesarias son las personas que por sus acciones dan pie a la cobertura noticiosa como aquellas a quienes se destina ese trabajo: lectores, radioescuchas, cibernautas, televidentes. De ese modo, si el periodismo quiere alejarse de cualquier tipo de soliloquio y aspira a erigirse como agente de cambio social, como lo ha sido y estoy seguro debe serlo, en todo momento debe tener presente el público al que se dirige.
Las personas y la práctica
Mi breve paso por los medios no sólo me ha dejado enseñanzas de carácter filosófico. Me ha brindado también numerosas lecciones concretas, prácticas, cotidianas. En ese sentido, agradezco a todas las personas que durante mi estancia en El Universal me han apoyado.
Gerardo Piceno, quien me ayudó a sobrevivir mis primeros días en la sección de Deportes antes de que me transfirieran al área de Opinión, es el primero de ellos. A su nombre sumo los de Olga Carranco y Omar Astorga, grandes amigos, así como el de Feliciano Hernández, poco tolerante pero un periodista capaz, consciente y crítico de la ofensiva desigualdad socioeconómica que impera en México.
Mención aparte merecen Alejandra Morón y Claudia Martínez, en quienes he visto perseverancia, el deseo incansable de alcanzar sus objetivos y capacidad para trabajar bajo presión. Asimismo, en Ana Belén Ortiz y José Luis Espinoza siempre he encontrado disposición y entrega, virtudes que, me parece, empiezan a tener su recompensa. Y en Carlos Zetina, “mi apá”, he hallado honestidad, una camaradería difícil de describir y, claro, mucho buen humor.
Empero, es a Rossana Fuentes-Berain a quien más le debo por su confianza, impulso, consejos e incluso regaños. He conocido poca gente con esa fortaleza para llevar a cabo tantos proyectos y en todo momento buscar ir más lejos.
De todas las enseñanzas que podría citar rescato un par: en primer lugar, cómo a varios de los que colaboramos con ella nos recordó ese tal vez odioso pero útil adagio del periodismo estadounidense: “Si tu mamá te dice que te quiere, verifícalo”; en segundo, la forma en la que conjuntó y encabezó un eficiente equipo, sin importar los egos, envidias, diferencias y ambiciones que pueden manifestarse en cualquier ambiente laboral. Ante todos asentó que, fuera de simpatías o antipatías, éramos un equipo y, en tanto profesionales, debíamos funcionar como tal.
Lecciones de vida
Rossana confiesa que de las actividades que ha realizado la que más le ha gustado ha sido escribir su libro, Oro gris. Zambrano, la gesta de Cemex y la globalización en México, publicado en agosto pasado. En la dedicatoria de la obra —palabras más, palabras menos— se lee: “A mis padres, quienes al casarse fundaron la mejor empresa de sus vidas”.
Más allá de términos económicos, la frase, para efectos de este ensayo, me conduce a reflexionar en torno del equipo en que se constituyen la familia en general —independientemente de su composición y del número de sus integrantes— y la pareja en particular.
Como en tantos otros asuntos, y en este menos que en cualquiera, no soy autoridad para indicar qué se debe o no hacer. Baste aclarar que sólo expreso mis ideas: creo en el amor comprometido pero libre, sin ataduras; que si dos personas se limitan y se impiden crecer y perseguir sus metas, resulta más sabio que se separen.
Ahora bien, y he aquí la nota autocrítica, espero haber comprendido que, a pesar de las dificultades que ello entraña, la búsqueda de los objetivos individuales no tiene por qué ir peleada con el o los proyectos en común, mutuos, compartidos. De nuevo la metáfora: no se trata de que la autonomía provoque que cada cual ande por su rumbo, sino de caminar y de construir juntos. Ojalá aún esté a tiempo de demostrar que he aprendido esa lección.
Pensar la utopía
Globalización y neoliberalismo, expone Ignacio Ramonet en Guerras del siglo XXI. Nuevos miedos, nuevas amenazas, fomentan el individualismo y otras actitudes egoístas que obstaculizan la organización y la acción social que deberían hacer frente a los grandes problemas mundiales —contaminación, explotación del medio ambiente, creciente pobreza y desigualdad, resurgimiento de tendencias e incluso de gobiernos xenófobos y autoritarios, conflictos armados, crimen organizado— y a todos aquellos que los ocasionan o que, con sus omisiones, permiten que se desarrollen.
Me es difícil no coincidir con Ramonet en que actualmente parece existir y expandirse una especie de indiferencia hacia los males y los retos de la humanidad y, lo que es peor, hacia la posibilidad de solucionarlos.
En la cultura del poder, del dinero, de los “triunfadores”, de la moda, del espectáculo y del placer banal se propaga el paradigma en el que sólo importa el individuo, así como, por mucho, quienes le queden cerca. Los otros, la colectividad, se desvanecen. Lo que ocurra en el planeta, sea en Paquistán o a la vuelta de la esquina, mientras no afecte, no interesa.
Como muchas otras personas, no obstante, considero que es posible cambiar ese estado de cosas. Creo que podemos salir de la enajenación, de la inconciencia, reflexionar, demandar, construir. Y siempre he pensado que los verdaderos cambios deben comenzar por uno mismo, pero para que éstos trasciendan no deben permanecer aislados como esfuerzos unipersonales, sino sustentarse en la suma de voluntades, es decir, en el trabajo en equipo.
Regreso al principio: me gusta la soledad, sostengo que a veces es necesaria, mas no pretendo vivir apartado del mundo, ignorando lo que sucede en él. Defiendo, también, la libertad individual, pero igualmente soy partidario de un lazo social caracterizado por la diversidad, el respeto, el diálogo, el compromiso, la cooperación y la responsabilidad.
“‘Atrévete a andar por caminos que nadie ha recorrido, atrévete a pensar ideas que nadie ha pensado’, podía leerse en los muros del teatro del Odeón en el París de mayo de 1968 —escribe Ramonet—. Si queremos fundar una ética para el siglo XXI, la situación actual invita a semejantes atrevimientos”. Reinterpreto la frase a la luz del presente texto: si queremos, en plural, hacer de éste un mundo mejor en cualquier sentido y en cualquier nivel —en la familia, la escuela, el trabajo, la pareja o la sociedad global—, tenemos que actuar juntos. Así, en plural.