Saturday, August 29, 2009

De Cabo a Cabo [crónica]




LOS CABOS, Baja California Sur.— Al extremo meridional de la península, casi pegado al mar, el corredor turístico se extiende 33 kilómetros entre Cabo San Lucas, cerca del famoso arco de piedra símbolo de este destino, y San José del Cabo, hacia el aeropuerto local.
Esta región es la única de la entidad con clima cálido húmedo; en el resto de su territorio es seco desértico, con temperaturas que van de los cero grados Celsius en invierno a los 40 en verano. Aquí se ubican playas, sitios para surfistas, campos de golf y hoteles cuyo objetivo primario es el turismo extranjero, en particular el proveniente de Estados Unidos. Ello explica que por estos rumbos sea muy común escuchar a la gente hablar en inglés o encontrar precios en dólares.
Probablemente la amabilidad de los lugareños se derive, al menos en parte, del hecho de que recibir visitantes constituya una de sus principales actividades económicas, junto con la agricultura, la ganadería y la pesca.
“Aquí la banda es bien ley”, comenta Javier, un joven arquitecto originario del Distrito Federal con tres años de residir en esta población. Su dicho se confirma, por ejemplo, en la diligencia con la que los sudcalifornianos orientan al forastero extraviado —incluso si éste no solicita explícitamente la ayuda, sino sólo con cara de desconcierto— o en que para dar con La Playita, espacio popular recomendado para pescar o para degustar productos del mar, y a donde no llega el transporte público, sea costumbre “irse de a raite”.
Éste, en efecto, se consigue con facilidad. Basta soportar en el camino bajo el rayo del sol, aguardar el paso de algún vehículo y, al verlo aproximarse, superar la pena de alzar la mano y apuntar con el pulgar hacia un costado. Para el tercer intento el pudor se va y el movimiento, rígido al inicio, se torna fluido. Eventualmente alguien se detiene y hace de buen samaritano.
Para el regreso, al anochecer, cuando los bañistas comienzan a retirarse, la operación se repite —ya sin el agobio del calor— y la suerte es la misma. Al respecto un hombre expresa: “Yo también he estado en esa situación de tener que pedir aventón, así que si los veo ahí parados digo ‘por qué no los voy a llevar’”.
A este destino, empero, también lo ha golpeado la crisis económica. Javier señala que el turismo y el flujo de capital han disminuido, lo que ha provocado el cierre de varias empresas, entre ellas la compañía en la que él trabajaba proporcionando mantenimiento a algunos hoteles. Tales condiciones, estima, se mantendrán durante un año más. Por ello planea retornar al DF y quizá después volver a estas tierras.
Su testimonio da cuenta de otro problema local que conduce al cronista a pensar en el resto del país: “Aquí la gente es bien ley —insiste—, pero hace las cosas de chingadazo”. Expone como muestra las obras emprendidas sobre la avenida principal que se dirige a Cabo San Lucas, algunas de las cuales, a su juicio, están mal realizadas o avanzan con gran lentitud porque las constructoras entre más se tardan cobran más a los gobiernos estatal o municipal, ambos del PRD.
Por otra parte, no lejos de esas calles en remodelación, casi a la entrada de la costa, una sonriente promotora turística anuncia tours en lancha al emblemático arco de piedra, a la última roca de la península, a la Playa del Amor, aquella en la que sitúa “la Cueva de Andrés... porque entran dos y salen tres”, así como a la Playa del Divorcio, llamada así porque separa el Mar de Cortés del Océano Pacífico.
El bote se acerca. Para abordarlo hay que caminar unos metros sobre el agua y subir con cuidado. Una vez dentro, la embarcación gira y se enfila hacia las célebres formaciones. En su trayecto cruza con otras naves, motos acuáticas, pelícanos, gaviotas y aun lobos marinos.
Minutos más tarde aparece el conocido arco que ha esculpido la marea. Su imagen impresiona; sin embargo, más lo hace el océano frente a él, a sus espaldas, a su alrededor. Por todos lados. Imponente, enorme, profundo, incansable, el mar asombra, deleita, inspira a quien lo observa a seguir su ejemplo de fortaleza en la batalla que es la vida.

Nota: Este texto aparece en los Dardos de diasiete.com. Aprovecho también para agradecer a Eli García por un gran viaje.

Tuesday, August 25, 2009

Mancha urbana absorbe recursos hídricos

El desmedido crecimiento urbano ha encarecido el suministro de agua, obliga a extender la red de tuberías, aumenta la posibilidad de fugas y dificulta el cobro y la educación de los usuarios


Expertos mexicanos en el MIT proponen adoptar una perspectiva de largo plazo que ponga límites a la expansión de la ciudad y asuma una visión integral del problema de la escasez del líquido


Investigadores mexicanos en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) coincidieron en que existen alternativas para enfrentar el problema del abasto de agua en la Zona Metropolitana del Valle de México, pero éstas deben atender un factor hasta ahora insuficientemente discutido por las autoridades: el desmedido crecimiento urbano tanto a nivel poblacional como territorial.
De acuerdo con Onésimo Flores Dewey, mientras que en 1940 el Distrito Federal concentraba 98% de la población del área, para 1970 ese porcentaje cayó a 74% y para 2005 a 45%.
Ahora, añadió, la mayoría de la gente de la zona habita en el estado de México. En municipios que se han expandido, como Tecámac o Zumpango, se ha construido gran cantidad de viviendas populares que, sin embargo, están “lejos de las delegaciones centrales de la ciudad, donde se ha concentrado históricamente el destino de los presupuestos y, por ende, donde se localiza nuestra mayor inversión en infraestructura”.
Esa pérdida de densidad demográfica, explicó Flores Dewey en una consulta vía correo electrónico, ha encarecido todos los servicios públicos como recolección de basura, transporte, energía eléctrica y suministro de agua. En el caso de este último recurso, el crecimiento urbano hace necesario que se instalen más kilómetros de tuberías, incrementa las posibilidades de fugas y dificulta cobrar y educar a los usuarios.
Por su parte, José Antonio Correa Ibargüengoitia señaló que los asentamientos irregulares y las nuevas edificaciones aumentan el costo de proveer el líquido porque implican construir más infraestructura, “pero incluso con la que ya hay, urge cambiar el modelo de administración del agua en la ciudad”.
También en un mensaje por e-mail, Correa Ibargüengoitia expuso que el área podría ser autosuficiente pues actualmente consume más de tres veces lo indispensable: en promedio 351 litros diarios per cápita cuando bastarían solamente 100.
Afirmó que en el corto plazo se requiere colocar medidores eficaces y subir las tarifas tomando en cuenta las disparidades sociales, mientras en el largo plazo se debe adoptar una visión integral del tema del agua.
Entre otros puntos, agregó, este nuevo paradigma debe abarcar una mayor reutilización de aguas negras, la recolección de lluvia a través de pozos de absorción y de mecanismos de cosecha ubicados en techos, esfuerzos por frenar la mancha urbana que se traga las áreas verdes que recargan los mantos acuíferos, así como la modernización de la red y del mobiliario hídrico para evitar que de 30% a 35% del líquido se tire en fugas o se desperdicie en los hogares.
Para Flores Dewey, los principales ejes que deben seguir las políticas públicas para tener una urbe sustentable son el compromiso por el largo plazo y la búsqueda de un equilibrio entre eficacia y equidad en la prestación de servicios. En lo que respecta al problema de los recursos hídricos, mencionó, “debemos entrarle de frente: como no podemos expandir la oferta de agua, hay que reducir el crecimiento desmedido de su demanda”.
A su juicio, eso conlleva incentivar la densidad demográfica, restringir los permisos de construcción y determinar la cantidad de líquido que puede extraerse sustentablemente.
“Necesitamos ser realistas, existen límites a nuestra capacidad de crecimiento”, enfatizó el también autor del blog
www.ciudadposible.com y a quien puede encontrarse en twitter en la dirección @oneflores.
Asimismo, ambos investigadores concordaron en que la sociedad civil puede y debe jugar un papel importante en la solución del problema. Reiteraron que los ciudadanos tienen la posibilidad de, por un lado, realizar acciones para ahorrar agua —como cambiar retretes o regaderas y consumir con mayor racionalidad— y, por el otro, de organizarse y alzar la voz para exigir que los gobiernos tomen las decisiones más atinadas para el largo plazo, aun si éstas son impopulares y los confrontan con el electorado.


Nota: Este texto aparece hoy en e-joven.

Sunday, August 23, 2009

“¡Saquen los teléfonos!”

Todo ocurrió en un par de minutos, quizá menos. Cerca de las 10:30 de la noche, en la colonia Olivar del Conde, en la delegación Álvaro Obregón del Distrito Federal, caminábamos hacia una fiesta cuando, a sólo dos cuadras de nuestro destino, el tipo se acercó a paso acelerado.
—¡Ahora sí ya valió, saquen los teléfonos! —soltó.
Víctimas inexpertas, no supimos cómo reaccionar. Pese a que el asaltante no mostró ningún arma, el tono y el rostro agresivos así como la calle solitaria bastaron para asustarnos.
Mi acompañante, mujer, mi novia, retrocedió. Traté de interponerme entre ella y el sujeto, moreno, como de un metro con 70 centímetros, lampiño, mal encarado, de playera negra y pantalón café.
Saqué mi celular y un billete. Se los di y no recuerdo qué balbucí pensando ilusamente que con eso tendría suficiente, que nos dejaría en paz. Por supuesto, me equivoqué.
Tomó el botín e insistió:
—¡El teléfono! —le gritó.
De nuevo quise interponerme. Lo confieso: no pude. No supe cómo hacerlo sin alebrestar más al patán frente a nosotros y, por lo tanto, sin ponernos en mayor riesgo.
Ella aún no mostraba el objeto exigido cuando el tipo volvió a exclamar:
—¡Ándale, hija, o va a valer verga! —dijo, amagando con extraer algún arma de su bolsillo.
—¡Ya, güey! —respondí en un vano intento de calmarlo.
Ella entregó su teléfono. El maleante lo tomó, lo guardó y se fue otra vez con paso acelerado.
Nos quedamos como congelados por un instante. Segundos después, más por instinto que atendiendo a la razón, empezamos a caminar hacia la casa a la que nos dirigíamos desde el principio mientras mutuamente buscábamos tranquilizarnos. Yo sentía enojo y mucha, mucha impotencia.
Llegamos. Nos recibieron. Informamos del incidente a nuestros anfitriones e iniciaron las preguntas que todos formulamos en esos casos pero que, visto a la distancia, no sabemos espaciar ni expresar con tacto: ¿Qué pasó? ¿Están bien? ¿Por dónde venían? ¿No había nadie en la calle? ¿Quién fue? ¿Cómo era? ¿Lo reconocen?
Nos reconfortaron. Llamamos a nuestras casas. Avisamos de lo sucedido. Pedimos que reportaran los números como robados. Hicimos balance del evento: afortunadamente, no pasó a mayores.
Luego de eso retomamos la velada, la reunión con los amigos. A pesar del desagradable hecho, nos divertimos. Sin embargo, aunque intermitente, la sensación de malestar permaneció.
Y junto con ella me rondaron también varias ideas. Primero, una ironía: haber pasado infinidad de veces exactamente por el mismo sitio, solo e incluso de madrugada, sin antes sufrir un episodio similar, justo para haberlo padecido en el momento menos esperado y con quien menos lo habría querido. Segundo, la empatía con las personas que han sido robadas en alguna ocasión y han sentido justificada molestia por ser despojadas de lo que es suyo. Tercero, que si bien me niego a caer en la paranoia y a ser rehén de quienes pretenden secuestrar nuestra tranquilidad, es necesario entender que el fenómeno de la inseguridad existe y por ende hay que aprender a tomar las debidas precauciones en casa y fuera de ella.
Por último, la esperanza de que esta denuncia, como tantas otras ciertamente más graves, expuestas en los medios o ante procuradurías, delegaciones o ministerios públicos, contribuya de algún modo a que las autoridades recuerden y asuman los compromisos que han adquirido en materia de combate a la delincuencia. A casi un año de la firma del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, eso seguimos demandando los ciudadanos, tanto los muchos que ya formamos “parte de la estadística” de las víctimas de la criminalidad, como aquellos que no desean llegar a convertirse en un número más.

Nota: Este texto fue publicado el jueves en los Dardos de diasiete.com. Disculpen la tardanza; quien escribe andaba de inmerecidas pero muy gratas vacaciones.

Thursday, August 13, 2009

Busquemos salir del “shock”

La nota, como era de esperar, fue de las más comentadas ayer en el portal del El Universal. El secretario de Hacienda, Agustín Carstens, por lo general reacio a reconocer públicamente las dificultades de la economía nacional, advirtió frente a senadores que México vive el “shock financiero” más grande en 30 años.
Creo no equivocarme al considerar que tal declaración ha despertado las reacciones de los lectores —molestia, por decir lo menos— debido a varios motivos. No ha sido sólo por el alarmante anuncio de que el país enfrentará un faltante de 780 mil millones de pesos en 2009 y 2010, o sea, un hueco equivalente a 7% del Producto Interno Bruto (PIB). Tampoco ha sido nada más por la impopularidad del funcionario, que parte de factores tan triviales como su apariencia física y de otros serios como su manejo de la política fiscal.
Me parece que ha sido, sobre todo, porque en el fondo el mensaje del secretario es una confirmación oficial innecesaria de algo que los mexicanos hemos padecido desde finales del año pasado, a saber, la mala marcha de la economía, y de que el gobierno federal, más allá de su discurso tranquilizador o triunfalista, no tiene indicios de cómo salir del pozo. O si los tiene, no lo demuestra.
A lo largo de 2009 hemos vivido una menor actividad económica, disminución de la inversión, paros técnicos en algunas empresas, aumento del desempleo y de la informalidad y, como una consecuencia de lo anterior, una aún más baja recaudación tributaria de parte del Estado.
Y si bien es cierto que estos problemas han sido causados en gran medida por “la crisis que vino de fuera” y se han visto agravados por imprevistos como el brote de influenza de finales de abril, debemos reconocer que la situación en su conjunto no es resultado de meros elementos coyunturales, sino de fallas históricas.
Sara Sefchovich, por ejemplo, ha insistido en que nuestro modelo económico potencia la desigualdad porque favorece a los grandes actores y a los monopolios. A los pequeños y medianos, en cambio, les pone trabas a pesar de que éstos son “la columna vertebral de una economía sana y productiva”, porque “de ellos depende para vivir la mayoría de los ciudadanos de este país, patrones y trabajadores por igual, porque dan empleo y cuando hay empleo hay consumo, pagan impuestos y cumplen con lo que exige la ley”.
Del mismo modo, las deficiencias en la hacienda pública vienen de tiempo atrás.
La dependencia de las arcas de la nación de un recurso no renovable como el petróleo está por llevarnos a un colapso ahora que la producción del hidrocarburo y su precio internacional descienden. Esto, además, porque en ningún nivel hemos sido capaces de incrementar ni de mejorar la recaudación fiscal: según el analista Hernán Gómez Bruera, México capta vía gravámenes únicamente alrededor de 8% de su PIB cuando otros países recaban 26%, y frente a esto las autoridades hacendarias, en lugar de simplificar los mecanismos de cobro, los vuelven más engorrosos.
En el mejor de los casos, de ello se deriva que los servicios públicos como el alumbrado, la seguridad o la recolección de basura sean de mala calidad y, en el peor, que las administraciones más pequeñas, las municipales,
caigan en la quiebra.
Así, una vez que todos, gobierno y ciudadanos, por fin parecemos estar de acuerdo en el diagnóstico de que la República se encuentra en “shock”, no nos queda otra que buscar el remedio a ese mal.
Y para eso es indispensable que quienes toman las decisiones en el Ejecutivo y en el Legislativo se sensibilicen de cómo el problema afecta a personas de carne y hueso, escuchen, dejen de lado dogmatismos de cualquier tipo e inicien la transformación de nuestras deterioradas estructuras. Esta crisis, en efecto, es aún un oscuro túnel que no permite ver la luz. Pero, sin duda, en hallar la salida de tan inhóspito camino se nos va el país.


Nota: Este texto aparece hoy en e-joven.

Saturday, August 08, 2009

Atesorar palabras

Fotografías, tarjetas postales, estampas, cuadros, estatuas, adornos, tazas, sombreros, prendas de vestir, zapatos, joyas, relojes, revistas, libros, discos, películas e incluso automóviles, todos ellos objetos que las personas coleccionamos porque les adjudicamos algún valor económico, cultural, estético o sentimental.
La filósofa y teóloga argentina Celina A. Lértora Mendoza reflexiona en torno de esta inclinación y concluye que los seres humanos guardamos cosas ya sea porque vemos en ellas alguna utilidad presente y futura o porque, aunque parezcan triviales, “representan la posibilidad de evocar un pasado cuya memoria queremos conservar mediante un soporte físico”. Más todavía, expone la catedrática e investigadora, “la conservación objetal puede ser espontánea, meramente afectiva, errática”, mientras que coleccionar es, en cambio, un conjunto de actos “guiados por un plan previo, una decisión y un objetivo bien determinados”.
Peculiar como soy (sustituya usted, lectora, lector, tal eufemismo por el adjetivo que mejor le plazca), no suelo recopilar objetos sino algo inmaterial y de un uso aún menos evidente: frases.
Quizá en el afán de encontrar palabras que le den sentido a la realidad, que me permitan entenderla o intentar cambiarla, o que cuando menos me ayuden a ponerle buena cara, atesoro tanto algunos refranes populares como ciertas ideas que encuentro en los periódicos, en los libros, en las canciones, en las películas o en boca de las personas con quienes convivo o con quienes llego a conversar.
Hay frases desagradables que me remiten al cinismo de la mayoría de nuestros políticos y, justo por eso, a la necesidad de que los ciudadanos participemos crítica y activamente en los asuntos públicos. Cómo olvidar, por ejemplo, apotegmas como el del cacique potosino Gonzalo N. Santos, “La moral es un árbol que da moras”, o el del mexiquense Carlos Hank González, “Un político pobre es un pobre político”. O qué tal ese dicho que habla como pocos de la irresponsabilidad de su autor, Vicente Fox: “¿Y yo por qué?”.
En otro tema mucho más grato, el arte, también he dado con memorables pensamientos. A Mario Vargas Llosa, cito el caso, se le atribuye esta genialidad que por años me ha dado vueltas en la cabeza: “La literatura es la gran mentira que dice la verdad”. Guardo, igualmente, esta autobiográfica sentencia de Edgar Allan Poe: “Las obras de los genios nunca son sanas en sí mismas”. Y tampoco quiero dejar de aludir a una bella línea de Ludwig Wittgenstein: “Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”; o a esta otra de Álex Grijelmo: “Las palabras engatusan y repelen, edulcoran y amargan, perfuman y apestan. Más vale que conozcamos su fuerza”.
“El amor es como el pan: tiene su punto”, leí recientemente en un cuento de Marco Tulio Aguilera. Al respecto, por su parte, la estadounidense Toni Morrison escribe en su novela La canción de Salomón: “Para vivir del amanecer a la noche hace falta algo más: un bálsamo, un toque de placer, una caricia de alguna especie”.
Cierro esta breve muestra de mi colección de frases con unas palabras de Javier Reverte. Viajero, narrador y cronista, este español sostiene que viajar “supone un acto de humildad permanente, porque descubres que te equivocas más de lo que podías pensar”, y que, además, “requiere una buena dosis de humor. Hay que aprender a reírse, en particular de uno mismo. Porque si uno aprende el valor de burlarse de sí mismo, tiene tema para reírse toda su vida”.
A la fecha, mi experiencia en este viaje que llamamos existir me lleva a concederle toda la razón.


Nota: Este texto aparece en los Dardos de diasiete.com.

Tuesday, August 04, 2009

Momento para discutir ingreso mínimo universal

También conocida como renta básica de ciudadanía, la propuesta plantea que el Estado otorgue a cada individuo un monto con el que pueda garantizar derechos fundamentales como la alimentación


En México, según el analista Hernán Gómez Bruera, sería posible establecer esta medida si se creara un fondo sustentado en los impuestos producto de una reforma fiscal que aumentara la recaudación


El crecimiento del desempleo, la elevación de la pobreza y “la evidencia cada vez más clara de que nuestras políticas sociales son ineficientes y no llegan siempre a los más pobres” crean una coyuntura favorable para colocar en la agenda de la discusión pública mexicana el tema de la renta básica de ciudadanía, consideró el analista Hernán Gómez Bruera.
Tal propuesta, promovida a nivel mundial por la red
Basic Income Earth Network (BIEN), por políticos y por representantes de la academia, y en México por asociaciones como Casa Lamm y por articulistas como Gustavo Gordillo y Ricardo Becerra, consiste en que el Estado entregue a cada individuo en una comunidad, sin distinción alguna, un ingreso mínimo con el propósito de que cuente con recursos garantizados que le permitan cubrir necesidades básicas como la alimentación.
Dicha renta, de acuerdo con la BIEN, difiere en tres aspectos de otros subsidios estatales aplicados en países de Europa: 1) se otorga de forma individual, no por hogar; 2) es proporcionada sin importar si la persona posee otras fuentes de ingreso; y 3) no está condicionada a la realización de algún trabajo o a la aceptación de un empleo.
A decir de sus partidarios, entre sus principales objetivos están distribuir mejor la riqueza y ayudar a combatir los efectos de la desocupación, de la miseria y de la desigualdad.
Gómez Bruera reconoció que el tema se ha debatido poco en la comunidad internacional, pero señaló que en Brasil uno de sus impulsores más serios ha sido el senador Eduardo Suplicy, del gobernante Partido de los Trabajadores. Para el legislador, según citó el analista
en un artículo publicado en El Universal el viernes pasado, un ingreso mínimo sustentado en un fondo federal, contemplado dentro del presupuesto y financiado con impuestos, sería “la mejor forma de que todos tengan garantizado el derecho a la alimentación y a una vida más digna y con más libertad”.
En ese mismo texto expuso el caso de Alaska, donde la renta básica inició en una villa de pescadores como una propuesta contra la desigualdad y llegó a convertirse en ley estatal. El dinero en el que se apoya, que ahora suma 30 mil millones de dólares, proviene de los derechos que se cobran por la explotación de petróleo y otros recursos naturales.
“Generalmente existe la impresión de que una cosa así no puede hacerse en un país ‘pobre’. Habría que comenzar por discutir esta noción equivocada. ¿Será que realmente somos un país pobre o un país injusto?”, respondió Gómez Bruera a una consulta por correo electrónico.
Estimó que en el caso de México sería posible crear un fondo para financiar la propuesta de un ingreso mínimo ciudadano, aunque esa medida “debería ir acompañada de una reforma fiscal que permita no sólo cobrar más impuestos a los que más tienen, sino también que el Estado mexicano, hoy uno de los que menos impuestos cobran entre los países latinoamericanos, logre una recaudación significativamente mayor”.
Por otra parte, frente al argumento de quienes se oponen a la idea porque prevén que una acción así fomentaría la holgazanería, enfatizó en que los objetivos de la renta mínima son que las personas tengan asegurados derechos básicos y puedan “salir de una situación de emergencia”, mas no que abandonen la vida productiva. Por ello, mencionó, si bien alguien podría conformarse y pretender sobrevivir únicamente con esos recursos, no hay por qué prejuzgar ni descartar que el resto de la gente se inclinaría por utilizar esa base para buscar mejores oportunidades.
Admitió que por ahora no ve posibilidades de que la clase política mexicana discuta el asunto con seriedad, pero insistió en que el momento actual —en el que quedan de manifiesto el aumento en el número de pobres y de desempleados, al igual que el fracaso de programas como Procampo— es propicio para, al menos, poner el tema sobre la mesa.


Nota: Este texto aparece hoy en e-joven.

Saturday, August 01, 2009

“Maten a los gringos”

Opacada por la euforia producto del triunfo de la Selección Mexicana de Futbol sobre su similar de Estados Unidos en la final de la Copa Oro, la noticia pasó casi inadvertida. El domingo por la tarde, durante los festejos en el Ángel de la Independencia con motivo de la victoria del Tri, siete extranjeros, seis holandeses y un alemán, fueron confundidos con estadounidenses y agredidos por unas 50 personas.
La turba, de acuerdo con información del diario Reforma, gritó “Maten a los gringos” y “Sáquense de aquí, culeros” a los integrantes de la familia Vrooijink. También se burló de ellos, los bañó de espuma e hizo que dos de los turistas corrieran “en medio de una lluvia de piedras, botellas de refresco y latas”. Aunque al parecer el incidente no llegó a más, Ben, el padre, declaró que les robaron celulares, relojes, anillos y dinero en efectivo, pero no presentaron denuncia.
Ahí mismo, en otro hecho reportado por El Universal, el alemán Flaurean Schulz fue igualmente tomado por ciudadano estadounidense. Después de eso, no obstante que aclaró su nacionalidad y expresó su afición por el equipo mexicano, fue presionado para que besara una bandera tricolor.
Para expresarlo en términos futbolísticos, de bote pronto se me ocurren algunas lecturas de esos acontecimientos: primero, que el ansiado triunfo de la Selección, por marcador de 5-0 y luego de varias actuaciones por decir lo menos grises, exacerbó los ánimos de un puñado de seguidores; segundo (y en línea con la hipótesis anterior), que haberle ganado al representativo de Estados Unidos abrió la puerta para que salieran la rivalidad y la frustración acumuladas a raíz de derrotas pasadas; tercero, que en nuestro inconsciente colectivo subyace una especie de rencor hacia lo “gringo” (o todo lo que se le parezca) debido a agravios tanto históricos como actuales.
Quizá lo sucedido devino de una mezcla de todos estos factores, pero, como sea, ni siquiera eso justificaría que se haya agredido a personas cuyo único “error” fue tener la apariencia de estadounidenses.
Me hago cargo de que, por fortuna, sólo 50 de las 10 mil personas reunidas en el Ángel fueron las que incurrieron en estos actos reprobables. Sin embargo, el evento no debe dejar de causar alarma ni de conducir a que nos miremos en el espejo de nuestra realidad.
En primer lugar, porque por mucho que el futbol sea el deporte nacional y un fascinante fenómeno social, son inauditas la importancia que le otorgamos en la vida pública y la forma en que lo utilizamos como pretexto para evadir otros problemas o caer en la incivilidad. Asimismo, porque es ridículo el nacionalismo ramplón del que se hace triste gala en los juegos de la Selección, más cuando éstos son con Estados Unidos y siendo que la complejidad de nuestra relación con ese país trasciende de quién gane o pierda en un campo de soccer.
Por último, porque este episodio exhibe que México posee una latente y peligrosa tendencia xenófoba, a pesar de nuestra reticencia a admitirlo.
No niego que el pueblo mexicano sea capaz de grandes muestras de hospitalidad y calidez, pero, por contradictorio que resulte, a un lado de esas cualidades corre un rechazo irreflexivo a lo extranjero, anclado con frecuencia en no más que estereotipos. Tal es la actitud que vemos reflejada en las descalificaciones que dirigimos a chinos, argentinos o españoles, o en el maltrato que se inflige a los migrantes centroamericanos que pisan nuestro territorio, como si olvidáramos el reclamo constante para que se respete a nuestros connacionales que cruzan el río Bravo.
Y, por supuesto, ese espíritu patético también está plasmado en el grito “Maten a los gringos” proferido en contra de personas que ni siquiera estadounidenses son. Todo con la vana escusa de la victoria en un juego de futbol. La verdad, qué pena.

Nota: Este texto aparece en los Dardos de diasiete.com.