Reconocía 20 muertes en las primeras tres semanas de abril y comunicaba las recomendaciones generales para evitar el contagio: alejarse de personas con infecciones en vías respiratorias, ingerir líquidos y alimentos ricos en vitaminas A y C, lavarse constantemente las manos con agua y jabón, portar tapabocas, no saludar de beso o de mano, no compartir alimentos, mantener los inmuebles ventilados, acudir al médico en caso de presentar síntomas —fiebre mayor a 39 grados, dolor muscular, flujo nasal, tos—, no automedicarse.
Para el día siguiente, viernes, se informaba que se trataba de una variedad desconocida de influenza porcina para la que las vacunas con las que se contaba resultaban ineficaces. Por el contrario, los antivirales, reiteraba el gobierno, sí podían detener la enfermedad. La cifra de defunciones aumentaba a 68, aunque, se decía, de ellas solamente 20 correspondían al mal detectado.
Las autoridades decidían aumentar las medidas precautorias: a fin de impedir concentraciones de gente, 553 actos públicos programados para el fin de semana en el valle de México serían suspendidos y al menos tres partidos de futbol se jugarían a puerta cerrada. En las farmacias se agotaban los tapabocas y el gel antibacterial. Entre la población, el miedo, todavía combinado con escepticismo e incluso con cierta tranquilidad, comenzaba a circular.
Ya para el sábado se hacía evidente que las precauciones serían mayores. En contraste, el avance oficial en contener el virus parecía poco claro.
Por un lado se avisaba que el regreso a clases se pospondría hasta el miércoles 6 de mayo; las misas del domingo no se celebrarían. Por el otro, el secretario de Salud confirmaba 81 decesos pero seguía admitiendo únicamente 20 provocados por la influenza. Había, además, mil 324 pacientes en estudio y 11 casos en Estados Unidos, ninguno de ellos fatal.
El domingo, en un mensaje en cadena nacional, el presidente Felipe Calderón decía que México vivía una situación de emergencia, y aunque aceptaba la seriedad de la enfermedad, aseguraba que ésta es curable y que se disponía de los medicamentos suficientes para encararla. Mientras tanto, el jefe de gobierno capitalino, Marcelo Ebrard, señalaba la posibilidad de detener toda actividad económica en el DF.
Ayer, por último, como si se tratase de una broma cruel, el día comenzó mal para la ciudad: tembló. El sismo de 5.7 grados, ocurrido alrededor de las 11:30 am, llegó para subir la tensión. No pocos empezaron a bromear con los signos de los tiempos. “¡Es el apocalipsis!”, exclamaba un cibernauta. “Es un mal año para México”, estimaba otra. “Crisis, inseguridad, influenza y ahora tiembla, ¿qué falta?”, se preguntaba uno más.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) elevaba de 3 a 4, en una escala de 6, el nivel de alerta epidemiológica para México. Informaba también de casos confirmados y sospechosos en otros países: Canadá, Brasil, España, Reino Unido, Francia, Australia... Reconocía no poder detener la expansión del virus sino prepararse para mitigar sus efectos.
En cuanto a la República, se establecía paro nacional de clases, se optaba por continuar con las actividades económicas en la capital y se daba a conocer la cifra oficial: mil 995 casos, 149 muertos, 776 hospitalizados y mil 70 dados de alta.
Inédito, preocupante e incluso aún un tanto inverosímil, este episodio aparentemente está lejos de terminar. Por ello, pese a que son por completo válidos y necesarios los cuestionamientos y las críticas a la respuesta gubernamental, coincido con lo que hoy escribe José Cárdenas: “Ante la emergencia tenemos que conducirnos como una nación civilizada, madura y responsable. Cooperar y cumplir las medidas ordenadas por las autoridades. Hay que tomarnos en serio. Mucha falta le hace al país ‘jalar parejo’ en estos tiempos”.
Desconozco cómo habremos de recordar en el futuro este “periodo de la influenza”, pero estoy convencido de que eso dependerá en buena medida de la forma en que gobierno y ciudadanos lo enfrentemos ahora. A los dirigentes corresponde informarnos con veracidad así como proceder con inteligencia y prontitud. A nosotros, mantenernos pendientes, no propagar el miedo y actuar con conocimiento de causa en aras de un concepto que desde hace mucho tenemos muy olvidado: el bienestar común.