Monday, December 25, 2006

Un elogio al placer

Mario Vargas Llosa es, sin lugar a dudas, uno de los más grandes escritores latinoamericanos del siglo XX y principios del XXI. Con su inteligencia y una prosa tan fluida como contundente, ha incursionado en algunos de los extensos temas de la humanidad como la política, la realidad llevada a la literatura o las utopías decimonónicas.
En línea con esa ambición por lo trascendente, en Elogio de la madrastra (1988) Vargas Llosa presenta, a la par de una interesantísima, vertiginosa y sutilmente macabra historia —narrada con un lenguaje sugestivo a la vez que elegante—, un pequeño tratado sobre el erotismo, el placer y la felicidad.
El relato se desarrolla en Lima, al interior de la casa que habitan don Rigoberto, su hijo Alfonso y Lucrecia, esposa del primero y madre sustituta del segundo. En el tiempo que llevan de casados, Rigoberto y Lucrecia pueden considerarse dichosos: se aman el uno al otro y ese sentimiento se traduce, casi cada noche, en intensos encuentros bañados de fantasía.
Para dar ese efecto de atmósfera onírica, el autor ha decidido intercalar entre algunos capítulos distintas interpretaciones sensuales de pinturas como Candaules, rey de Lidia, muestra su mujer al primer ministro Giges de Jacob Jordaens, Diana después de su baño de Francois Boucher y Venus con el Amor y la Música de Tiziano Vecellio.
Ahora bien, no obstante que Lucrecia ha superado su inicial miedo a un eventual rechazo del niño Fonchito, de que don Rigoberto tenga la certidumbre de que “La felicidad existe”, y de que ambos, juntos, se sientan capaces de entregarse al goce de sus cuerpos y sus juegos ajenos a toda preocupación como un par de deidades paganas, ese castillo de bienestar se revela más frágil de lo esperado. Como una fortaleza de naipes que se derrumbara ante una precoz ráfaga de viento.
De ese modo surgen las primeras lecciones de este pequeño estudio. Por un lado, Vargas Llosa parece decir que, en efecto, es posible llegar a ese estado de éxtasis más allá del tiempo y el espacio —más allá de todo límite— al que los seres humanos nos hemos dado en llamar felicidad.
Asimismo, a través de la figura de don Rigoberto, inspirado quizá por alguna reivindicación liberal del concepto de individuo, el autor asienta que la dicha sólo existe si se le busca en el lugar adecuado: “En el cuerpo propio y en el de la amada, por ejemplo; a solas y en el baño; por horas o minutos sobre una cama compartida con el ser tan deseado. Porque la felicidad era temporal, individual, excepcionalmente dual, rarísima vez tripartita y nunca colectiva, municipal”.
La búsqueda, pues, debe ser personal, a lo sumo en pareja pero en todo caso íntima, y en su relación con el placer, si bien el sexo es uno de los principales ingredientes —si no es que el de mayor trascendencia—, no es el único. Lucrecia y en especial don Rigoberto, cada quien por su lado, muestran que elementos tan cotidianos como el aseo personal, correctamente desempeñados y —por qué no— como un previo al acto amatorio, pueden convertirse en ceremonias o rituales placenteros en sí mismos. Así, es don Rigoberto quien, por ejemplo, plantea una de las ventajas de la eliminación de desechos del cuerpo: “limpiar el vientre es mucho menos incierto que limpiar el alma”.
Otro aspecto clave en el desarrollo de la novela es el recordatorio de que, dentro de nosotros, existe cierta propensión hacia lo socioculturalmente tachado como un atentado a la moral, cuando no horrendo o algo mucho peor. “En el fondo de su alma, a la bella siempre le fascinó la bestia, como recuerdan tantas fábulas y mitologías, y es raro que en el corazón de un apuesto jovenzuelo no anide algo perverso”, reflexiona el también creador de Los cachorros, La fiesta del chivo y El Paraíso en la otra esquina.
Es en la figura de Alfonso donde tal ambigüedad toca el extremo: Vargas Llosa cuestiona si es este chiquillo la personificación de la niñez como ese lugar donde se conjugan sin contradicciones ni remordimientos inocencia y pecado, donde los actos más reprobables y escandalosos se confunden con travesuras y pueden escapar de la censura o el castigo, o si, por el contrario, no es más que un maligno demonio escondido detrás del rostro angelical de un niño de diez años.
Y, por último, a pesar de que en esta persecución de la felicidad, en esta odisea que se traduce a la vida diaria, con frecuencia nos percatemos de lo fugaz o efímero de los instantes en que nos sentimos poco menos que inmortales, de que amargamente —otra vez con don Rigoberto— caigamos en la cuenta de que “Amar lo imposible tiene un precio que tarde o temprano se paga”, mediante una definición, de una plumada, el autor peruano nos deja una esperanza: ¿qué es, entonces, la dicha? “Sólo una pequeña sabiduría para oponer un momentáneo antídoto a las frustraciones y contrariedades de que estaba adobada la existencia”. La literatura, dentro de tantos otros, es uno de esos contravenenos.

FICHA BIBLIOGRÁFICA:

VARGAS LLOSA, Mario. Elogio de la madrastra [1988]. México, Grijalbo, 19a ed., 2003.

Tuesday, December 05, 2006

La carrera interminable


A mis profesores, colegas y amigos

A mi familia

Por último, y en especial, a mis alumnos

El 17 de septiembre de 2002 comenzó mi carrera universitaria. Un dato tan curioso como irrelevante: por causa del 192 aniversario del inicio de la guerra de Independencia de México, mi primer día de clases en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM no cayó en un tradicional lunes, sino en martes.
A más de cuatro años de mi ingreso a la licenciatura en Ciencias de la Comunicación, me gustaría pensar que ese muchacho de piocha y cabello largo, que calzaba Converse y tenía una gran afición por el rock lo mismo que el sueño de convertirse en cronista deportivo ha cambiado. No me refiero a que el deporte haya dejado de importarme o a que, por ejemplo, Nirvana ya no sea mi grupo favorito. Eso jamás. Tampoco aludo al hecho de que ahora uso casquete regular y la barba cerrada.
A lo que voy, pues, es a que hoy en día mis intereses van más allá de los antes citados, intento prestar mucho mayor atención a lo que ocurre en el mundo (no podía esperarse menos si una de mis aspiraciones es la de ser editor de internacionales de algún medio), así como tener más conciencia social y, con todo lo ambigua que puede resultar la frase, ser un poco más maduro.
Y si bien es cierto que mi paso por las aulas y los pasillos de la facultad —metafórica y literalmente hablando— no han sido el único factor de todos esos cambios, lo justo es dar a estos nueve semestres vividos en CU, y a quienes de una u otra manera los han compartido conmigo, el justo peso que han tenido en mi existencia.
De eso y más trata este ensayo. Intenta ser una reflexión acerca de lo que ha sido mi carrera y su vínculo con otros asuntos. Es, a su manera, una suerte de "examen final" sobre algunas de las más valiosas enseñanzas que he recabado a lo largo de los últimos cuatro años y medio, no sólo desde el punto de vista estrictamente académico, sino también existencial. Y es que la universidad, después de todo, es más que aprender una profesión con la cual "ganarse la vida", es despertar a la misma y asumir una postura para encararla. Ya los lectores decidirán si merezco o no aprobar esta prueba.

Primero que todo, y como todos, alumno
Evocar mi faceta como educando equivale, inevitablemente, a recordar a los hombres y mujeres que me han dado clase. Sería injusto no hacerlo. No obstante, antes de ello quisiera expresar mi sentir en relación a algunas actitudes más o menos comunes entre los miembros de mi generación.
Muchos nos hemos quejado —y nos seguimos quejando— de determinados profesores. Clases aburridas, falta de dinamismo, explicaciones poco claras o tareas en apariencia sin sentido son, entre otros, los señalamientos que se repiten. En efecto, criticar y exigir calidad en los docentes, por supuesto, es completa y absolutamente válido; es más, lo considero necesario.
Sin embargo, así como John F. Kennedy pronunció la célebre frase "No preguntes lo que tu país puede hacer por ti, pregunta lo que tú puedes hacer por tu país", creo que antes de volcarnos a despedazar la cátedra de cualquier mentor debemos detenernos a valorar nuestro propio desempeño. Igualmente, a pesar de las ínfulas que como estudiosos de la comunicación llegan a invadirnos, me parece de la más loable y bien entendida humildad tener siempre la capacidad de reconocer la propia ignorancia, que se desconoce de ciertos temas. Finalmente, a la universidad se acude a construir conocimiento, no a presumir una falsa sabiduría.
Expresadas las aclaraciones procedo con los agradecimientos: a Francisco Gomezmont y Alberto Dallal por su excéntrica erudición, a Mauricio Laguna Berber y Efraín Pérez Espino por su sarcasmo, a Porfirio Toledo y su lúcida parsimonia, a la punzante brillantez de Carlos León Molina, a la infinita paciencia de Virginia Careaga y Maira Pavón, al ingenio de Lourdes Romero, a la experiencia traducida en excelencia de Sonia Morales y Rigoberto López Quezada, a Lucía Rivadeneyra, de quien me vienen a la memoria algunas de sus reflexiones, como la intelectual "En México, Kafka sería costumbrista", o la tan certera "La ignorancia es muy osada" o, por último, la breve y serena "Saber escribir es saber pensar".
Mención aparte merecen dos mentores y, en mi caso particular, grandes amigos: Toibe Shoijet y Luis Carrasco. La profesora Toibe es, además de la tierna "abuelita" de muchísimas generaciones desde hace 25 años, la efusiva maestra que impulsa a sus alumnos a buscar conocer más e interesarse por todo lo que los rodea. El profesor Luis, por su parte, es un apasionado de los medios, un férreo crítico de industrias y productos culturales como Televisa y el cine de Hollywood, y —me consta— un aficionado a la disciplina.

Frente a un grupo
En definitiva una de las experiencias que más me han marcado durante la licenciatura y en mi formación personal ha sido la de convertirme en ayudante de profesor. Para muchos de los que pertenecemos a este gremio, nuestra condición no sólo representa ostentar un "poder" que proporciona el título de adjunto, poder que, por lo demás, es efímero, insignificante.
Para mí, como para otras personas interesadas en la docencia, es una práctica obligada. Es —y en este punto recurro a un lugar común— pararte del otro lado, de espaldas al pizarrón, y ponerte a prueba, es decir, reparar en aquello en lo que como alumno te habría gustado recibir (además de un 10 y poca tarea) y encontrar el modo de brindarlo a otros. Es también, por cierto, un excelente ejercicio disciplinario al igual que para hablar en público y, no menos importante, una especie de retribución a la universidad por lo que te ha dado.
En este rubro debo agradecer la buena escuela de la provengo, la de Omar Astorga, Penélope Martínez, Laura Canales, Cecilia Rosen, Arturo J. Flores y Daniel Francisco, sin olvidar la magnífica influencia de quienes han sido mis compañeros en diferentes adjuntías: Lizbeth Hernández y Jesús Serrano.
De Liz tomo su ánimo, esas incansables ganas de abrir los ojos, de despertar a "los chavos", de echar a andar sus propios proyectos. Del buen Chucho me quedo con esa capacidad de ir, por así decirlo, "más allá de lo evidente", de penetrar en la cultura y, a través de sus interpretaciones, arribar hasta las causas últimas de las cosas.
Una anécdota: hace poco más de un año, cuando tuve la oportunidad de charlar con Eduardo Casar en la Facultad de Filosofía y Letras y me comentó que, dentro de las actividades que realizaba —escribir, preparar guiones para radio o televisión, investigar y atender sus cátedras— , la que más le gustaba era dar clases, en honor a la verdad, no le creí. Hoy día, no obstante, le entiendo bastante bien. He conocido pocas emociones como la satisfacción de estar frente a un grupo de personas más jóvenes que tú y sentir que les estás transmitiendo algo... o, al menos, que aparentemente te prestan atención.

Más allá de las aulas
Un par de meses atrás pude leer Cuentos chinos de Andrés Oppenheimer. En esta obra el periodista argentino analiza el panorama mundial actual y el papel, a su juicio, cada vez menos relevante de América Latina dentro del mismo. Así, Oppenheimer critica, por ejemplo, que Brasil, "el coloso del sur", pretenda erigirse en líder de la región relegando a otros protagonistas, o la creciente desigualdad en Venezuela, producto del manejo que una irresponsable clase política encabezada por Hugo Chávez hace del dinero proveniente de sus recursos petroleros —los famosos petrodólares— , o que, en su país de origen, los dirigentes, incluido el presidente Néstor Kirchner, adopten una hueca actitud altiva y al grito de "¡Argentina, Argentina!" se enorgullezcan de negarse a pagar la deuda externa.
México, por supuesto, no queda exento de crítica. Del Estado-nación del cual formamos parte Oppenheimer señala que se ha quedado "dormido" frente a los grandes retos planteados por la globalización, dentro de otras razones, porque sus principales líderes y aspirantes políticos —léase Andrés Manuel López Obrador, aunque, a mi gusto, no sólo él— permanecen en el discurso, en la demagogia, y por otro lado, sus instituciones de enseñanza pública han quedado rezagadas en relación a las exigencias de un mercado laboral global en el marco de la "Sociedad de la Información y el Conocimiento". Es explícita la dedicatoria a la UNAM, a la que el argentino califica como "modelo de ineficiencia" debido al enorme subsidio que recibe del Estado y a los pocos egresados en comparación con su alumnado.
Ahora bien, más allá de que como mexicanos o como gente de la UNAM, o ambas, podamos no estar de acuerdo con lo anterior —a lo que podríamos considerar una ofensa descarada— , o de lo neoliberal que pueda parecer esta apreciación, me parece que vale la pena retomar, aunque sea a manera de autocrítica, algunos de sus argumentos.
Uno de ellos es que la mayor parte de ese jugoso presupuesto no se va en financiar investigaciones, mejoras técnicas o la planta docente, sino en los salarios de los trabajadores administrativos. Aclaro: no pretendo acusar al Sindicato de Trabajadores de la UNAM de todos nuestros males o pugnar por su desaparición; sin embargo, sí creo que debería reformularse tanto la distribución de recursos como la relación y el desempeño de este organismo sindical con respecto al resto de la comunidad universitaria.
Por otro lado, Oppenheimer critica que quienes formamos parte de esta casa de estudios nos alcemos el cuello con los rankings mundiales, como el publicado por The Times, y el hecho de que, al momento de escribirse el libro, la universidad ocupara el lugar 95 (hoy día, como sabemos, se ubica en el 74), siendo la única de Latinoamérica dentro de los primeros 100 sitios. A grandes rasgos, el columnista de The Miami Herald cuestiona: "¿Cómo no va a ser con tales subsidios?".
Sobra decir que no comparto su punto de vista, pero lo que me resulta del todo acertado es que añada lo siguiente: como país y como miembros de una región, en vez de alegrarnos de que la UNAM sea la única universidad dentro de esa clasificación, deberíamos preguntarnos por qué sólo hay una en ese listado y preocuparnos por ello.
¿A dónde quiero llegar con todo esto? Valga el simplismo: está bien "ponerse la camiseta", pero hay que ponérsela en serio. Debemos aprender a valorar el asiento que ocupamos, a demostrar que lo merecemos y a contribuir, sin formalidades vacías o falso orgullo, a la vida de nuestra alma mater y a su trascendencia en el devenir nacional. ¿Cómo?
Con estudio, trabajo y autocrítica, tomando conciencia de la complejidad de este país y de este planeta, promoviendo una verdadera cultura política regida por la información, el respeto a la pluralidad de ideas, la inclusión y la participación constante. Utópico, lo sé. Por ello, aquí he de apoyarme en otro libro y otro autor, La imaginación y el poder de Jorge Volpi. En esta "historia intelectual de 1968" Volpi analiza el activismo de esas generaciones y rescata como una de sus características primordiales la capacidad de imaginar un mundo distinto a aquel en el que habitaban. Aunque fracasaron en su intento, si ellos pudieron, ¿por qué nosotros no?
Por otro lado, en un ámbito aún más cercano, una de las lecciones más valiosas que he aprendido en recientes años es que las personas y las cosas difícilmente son lo que a primera vista nos parecen. Creo factible que, como reza otro proverbio, la respuesta o la explicación más sencilla suela ser la acertada, pero a fin de alcanzarla debemos pasar antes por procesos de investigación y meditación profundos.
El prejuicio, el estereotipo. Pocos vicios tan peligrosos y —hay que admitirlo— terriblemente comunes como esa tendencia a querer pontificar, a creerse con la autoridad para definir a las personas, las situaciones o los problemas como si se fuera omnisapiente, a considerarse poseedores de "la razón", de la "verdad absoluta".
Actitudes así pueden cerrarnos muchas puertas, privarnos de interesantes posibilidades, mantenernos en el error, en la sombra. En mi caso, por fortuna, aunque hace un par de años no hubiera imaginado que uno de mis compañeros de generación, Mario Colina Álvarez, era no sólo un lector voraz sino un escritor en potencia, ahora con sinceridad le agradezco, dentro de otros intercambios literarios, haberme acercado más al admirable trabajo de Mario Vargas Llosa, haberme presentado a Sergio Pitol y a Alberto Fuguet, y haber hecho de mi conocimiento una hermosa cita de Edgar Allan Poe: "Las obras de los genios nunca son sanas en sí mismas".

Al final, y por siempre, un aprendiz más
¿Por qué titular estas cuartillas "La carrera interminable"? Cualquier lector podría preguntarse: "¿No se supone que ya estás por acabar?". Me explico. Este título, como insinué al principio, no alude únicamente al periodo de nueve semestres que dura nuestra licenciatura (por añadidura, tampoco se refiere al hecho de que aún me hace falta cursar una materia y, claro, realizar mi tesis).
Esta "carrera" de la que escribo es una cuestión personal, por así decirlo, una manera o un estilo de vida. Dicen que uno nunca deja de aprender. Pocos refranes me resultan tanto o más acertados que éste. La vida, por donde quiera que se le vea, es un eterno aprendizaje, una carrera sin fin —interminable— hacia el conocimiento, de este complejo mundo, de este caótico e impresionante país, de lo viejo y de lo nuevo, de las ciencias, las humanidades y las artes, de los otros, de uno mismo.
Mi experiencia me lleva a concluir que está en cada individuo decidir de qué manera afronta esa carrera: si abandona o de plano prefiere no correr, no arriesgar, no perder; si, como hacen los sprinters en las competencias de fondo y medio fondo, permanece rezagado para después aprovechar lo que fue logrado por otros; o si, a la manera del difunto y plusmarquista corredor de 5 mil metros estadounidense Steve Prefontaine, desde un principio busca la punta, se aferra a ella y, en última instancia, no pretende algo distinto que vencer sus propios límites...
Y sin más que agregar: en sus marcas, listos, fuera.