Wednesday, August 30, 2006

El periódico de los sábados [cuento]


Sentado en el cómodo sillón de la estancia, con la primera sección extendida, una taza de café a la mano y el silencio propicio para leer, un pensamiento me asalta de golpe: sería casi imposible explicar mi vida sin el periódico de los sábados. ¡De verdad! Por increíble o absurdo que parezca, gran parte de mis acciones desde mi entrada oficial a la edad adulta sólo encuentran sentido en función de las páginas de ese diario.
Empecé a leerlo en el último año de la preparatoria, cuando a la mayoría de nosotros no nos preocupaba algo más que obtener un buen promedio que nos permitiera ingresar con pase automático a una carrera en no pocas veces elegida irreflexivamente. Bueno, por supuesto que nos interesaban otras cosas: las fiestas del fin de semana, las calenturas con frecuencia confundidas con amoríos y uno que otro problema existencial del tipo “¡Qué complicado es crecer!” o “¿Qué voy a hacer con mi vida?”.
Fue en aquel entonces que un profesor, como si quisiera hallar agua perforando en el terreno más árido, intentó hacer brotar de nosotros, sus alumnos, si no una corriente al menos sí unas cuantas gotas de legítima conciencia cívica.
—Durante todo el curso —dijo el día que se presentó al grupo— van a comprar el periódico del fin de semana, sábado o domingo, van a leer las que consideren las noticias más importantes o a rescatar las que les llamen la atención, y después vamos a comentarlas en clase.
Ante el férreo y grosero escepticismo reflejado en nuestros rostros, su poder de convencimiento hubo de demostrar su superioridad:
—Este ejercicio valdrá la mitad de su calificación.
Puesto que no me gustaba hacer la tarea en domingo, opté por comprar el diario sabatino. Así pues, motivado por el ultimátum del profesor, a partir de esa semana me habitué a despertar temprano para dirigirme con el voceador.
Inmediatamente me di cuenta de lo poco que conocía la ciudad, el país, el mundo. Me revelé a mí mismo como un gigantesco ignorante de los mecanismos y el funcionamiento de la sociedad. Ahora recuerdo con una sonrisa en los labios el ligero dolor de cabeza que me invadía después de dos horas de lectura: tantas columnas, palabras, letras, cifras; tantos nombres, cargos, siglas, acrónimos, dependencias, lugares.
No obstante, lo que en un principio me pareció algo bastante próximo a una tortura poco a poco transitó del plano de la obligación al de la sana costumbre. Más tarde se transformó en un placer y, finalmente, en una necesidad. Fue de esa manera como se constituyó todo un ritual que ha sido celebrado a lo largo de muchísimas semanas. Todos los sábados despertaba con calma, me desperezaba, me enfundaba en unas bermudas o un short y una playera, me calzaba unos tenis para correr —sin calcetines— e iba por el periódico. A mi regreso leía la primera plana, hacía un poco de ejercicio y después volvía al resto del diario acompañado de un frugal desayuno: fruta, un poco de pan con mantequilla y mi primera o segunda taza de café.
Llegó un momento en que me fue difícil concebir mis sábados sin la nota principal y los titulares del día, sin las páginas de internacionales —muy en especial sin las notas de los corresponsales en Estados Unidos, América del Sur, Europa o Medio Oriente— , sin la información nacional o las crónicas políticas y urbanas de Fidel S. y Sara P. ¡Y qué decir de los cartones, el editorial o, claro está, el suplemento cultural! De este último, a la fecha, mi estudio alberga una pila con casi la totalidad de sus números. Destino poético, unas semanas después de la amenaza del profesor, esta publicación hizo su debut.
Terminado el bachillerato, la asignatura en cuestión tuvo mucho más repercusiones que simples puntos en mi historial académico. Convencido de que una de las causas de los problemas que aquejan a la sociedad es una escasa politización —originada a su vez por la falta de información, conciencia y organización ciudadana— , y movido por el ideal quizá demasiado romántico de tratar de aportar algo para el beneficio social, decidí estudiar periodismo.
No viene a cuento relatar mis andanzas en la universidad y en estos años de ejercicio profesional. En todo caso, sólo retomaré un episodio de los preciosos semestres vividos en Ciudad Universitaria.
En una ocasión una profesora explicó que quienes desde pequeños leen el periódico lo hacen porque en sus hogares sus padres así lo estilaron. “A la tierra que fueres haz lo que vieres”, por imitación los niños tenían sus primeros acercamientos con la prensa. En mi casa, la verdad sea dicha, no solían leerse los diarios, y en parte debido a esa circunstancia, en parte por mi desidia, fue que me relacioné con ellos hasta los dieciocho años. Por otro lado, lo anterior nunca me ha apenado en lo más mínimo: la abundancia de buenos libros —entre ellos las obras completas de Shakespeare, Wilde, Camus, Hesse, algunas novelas de García Márquez, El Quijote, La divina comedia y muchas, muchas enciclopedias— siempre compensó la tenue presencia de textos periodísticos.
Pero la idea de la profesora se había grabado en mi cabeza. Se tornó en uno de esos pensamientos que quedan como tatuados en la memoria. Por ello, con base en su hipótesis, decidí poner manos a la obra y, desde casa, tratar de revertir esa situación.
A mis treinta y cuatro años, no sólo me alegra recordar el tiempo en que inicié mi relación con la edición sabatina del diario, sino percatarme de que, en esencia, mi afición no ha cambiado. Cada sábado, siempre que las circunstancias lo permiten, despierto temprano. Volteo a mi lado y, feliz, abrazo a mi esposa —la misma adolescente, ahora una mujer, que conocí en la prepa— y le doy los buenos días. Me desperezo, me calzo un par de tenis y salgo por el periódico. Regreso a casa, disfruto un desayuno igual de escueto que antaño y bebo una siempre reconfortante taza de café. Aunque lo mejor ocurre por la tarde, cuando pretendo buscar los horarios de los partidos de futbol del día, y descubro que mi pequeño hijo, de sólo seis años, me ha ganado la sección.

Tuesday, August 08, 2006

Al encanto femenino [cuento]


Incrédulo, el hombre se mofaba de la sola idea de que una mujer la mitad de su tamaño pudiera mover un objeto tan imponente. Sentados en la cima de una colina, ambos observaban una enorme roca en medio de un apacible paisaje bañado por el sol del atardecer. Tratábase de un cuerpo gris pálido de tres metros de altura por cinco de largo y otros tantos de ancho; pesaba, quizá, un par de toneladas.
La Gran Piedra simplemente estaba ahí: era el sólido protagonista del cuadro, semejante a un meteorito que hubiera viajado por el universo amenazando con causar un daño considerable a cualquier pequeño planeta que osara cruzarse en su camino o con dejar huella en la superficie de alguna de las tantas lunas de Saturno. Un gigante inamovible. Fue esta última impresión, la de ser imbatible, lo que motivó la apuesta.
—Me juego lo que quieras a que puedo hacer que esa roca se mueva —retó ella—. Y sin sudar una gota —añadió.
En principio, el comentario no despertó más que una risa estrepitosa con burla apenas contenida. Sin embargo, su semblante confiado llamó la atención de él y provocó que poco a poco fuera deteniendo su júbilo.
—¿Hablas en serio? —preguntó.
—Claro. ¿Vas? Una semana de sueldo.
Seguro de sí, accedió. ¿Cómo perder una apuesta así? Imposible. Acordaron regresar al día siguiente. Fijaron como únicas condiciones que ella no podría utilizar ninguna herramienta ni mucho menos recurrir a maquinaria; tampoco podría pagar por recibir ningún tipo de auxilio; finalmente, tal como ella misma lo había asentado, no le estaba permitido sudar una gota.
Llegado el momento decisivo ella se apareció sin ningún material o utensilio. No obstante, a sus espaldas venía un ejército de diez hombres que en menos de un minuto logró mover la roca metro y medio de su ubicación original.
—¡Oye! —reclamó él—. Eso no era parte del trato.
—¿Cuál es el problema? No estoy rompiendo las reglas: no traje máquinas, no les he pagado ni un centavo y, sobre todo, ni siquiera me he acalorado.
En efecto, aquellos hombres no habían recibido dinero alguno. Bastó con que esa mañana, armada solamente con su coquetería y ternura naturales, ella recorriera las calles del pueblo para reclutar a su equipo. Empero, en todo este asunto existió otro argumento de mayor fuerza:
—No puedo creer que aceptaran venir hasta acá para mover esa cosa nada más por tu linda cara, sin la promesa de recibir la más mínima remuneración.
—A decir verdad —aclaró ella—, sí se les va a pagar, sólo que no voy a ser yo quien lo haga, sino tú. Cuando hablé con ellos para pedirles que vinieran, les dije que un joven deseaba mover esa piedra y daría buen dinero a cambio, pero le apenaba andar por el pueblo en busca de hombres para realizar la tarea y por eso me mandaba a mí.
Una vez saldada la deuda, aunque ella no se embolsó un céntimo, sí consiguió la nada despreciable sensación de haber triunfado. Él, por su parte, después de reconocer su derrota y superar el consecuente enojo, hubo de recordar que no se deben subestimar la mirada, la sonrisa, la belleza y, sobre todo, el ingenio de una mujer.